A MODO DE INVENCIÓN. PRESENTACIÓN

Aquí comienza una aventura fascinante: la aventura del saber. Ese saber que no necesita justificación ni finalidad, y que proporciona, para lo que lo saborean, un inmenso placer. Un saber que es un modo de vida, y que es más importante que los conocimientos que aporta. "Corazón tiene el que mira el abismo, pero con orgullo", decía Nietzsche. Así que... ¡Atrévete a saber!


martes, 21 de diciembre de 2010

Por Morente


El día 14 de diciembre de 2010, apareció una noticia en el periódico local donde se mencionaba un hecho insólito ocurrido en Granada. El artículo no mencionaba fuentes, puesto que fue una vivencia común a todos los habitantes de la ciudad. Tampoco nos hablaba de las posibles causas del fenómeno, ya que se daba por sentado que eran inexplicables, al menos racionalmente y en el lenguaje normal. No indagaba el periodista en los antecedentes históricos de un suceso de similares características, ya que escapa al sentido común, no forma parte de un hecho natural y mucho menos tiene que ver con la naturaleza (conocida) del ser humano, con su comportamiento ordinario, histórico. Sin embargo, había un tono en el escrito que no dejaba ver sorpresa, ni asombro, ni siquiera un atisbo de anormalidad en el hecho acaecido. Parece como si hubiera tenido que ocurrir, y se asumía como se asumen las olas del mar o los desayunos. Desde por la mañana, exactamente las 8:19h de ese día, hora en que salió el sol en la ciudad de Granada, nadie, en esta bendita ciudad, pudo silbar.

Todo parecía, aparentemente, normal. Comenzaban los turistas a poblar la Alhambra de flashes y acentos, se atascaba la Ronda Sur en todas sus entradas y salidas, cientos de dueños paseaban a miles de perros por las calles, dormían los que habían tapeado hasta tarde el día anterior, y se despedazaban los que habían cenado en casa, perezosos. Los bancos abrían sus puertas y miles de parados ocupaban su banco habitual, sentados, leyendo un periódico viejo. Situaciones todas en las que es posible, al ser abordados como tantas veces ocurre por una melodía cualquiera, sentirse uno irremediablemente abocado a silbarla, sin más intermedio, como brotan las flores en mayo, como arriban los vientos al bosque. Sin embargo, ese día el aliento se quedaba  entre los dientes, o era expulsado sin sonido, al igual que el intento vano de principiante de un niño. El aire estaba, su metamorfosis sonora chocaba contra un muro invisible hecho de misterio.

El periodista declaraba su propia vivencia y sabía que había ocurrido algo igual o muy parecido en el resto de ciudadanos. Toda su declaración está basada en la experiencia a lo largo de todo el día 13, por lo que el descubrimiento del fenómeno se expone a la vez que el periodista lo va viviendo, en un orden cronológico. El artículo es sucinto y está narrado en primera persona, aunque se advierte a partir de cierto momento un cambio del sujeto individual o yo, al sujeto colectivo o nosotros. Así pues, expone que, yendo en bicicleta a su trabajo en la redacción, esa mañana recordó una melodía clásica de violín que él siempre había relacionado con la mañana que, después del sueño reparador de la noche, es el momento en el que los sentidos han descansado y están más disponibles, más finos. Al intentar silbarla no emitió ningún sonido, acto que, desde que tenía uso de razón, siempre le había gustado. Al principio le hizo gracia, no poder silbar es como dejar de caminar, un gesto aprendido que nunca se olvida, a no ser por un defecto. En su lugar de trabajo puso la melodía en el reproductor para intentar acompañarla con silbidos o tararearla, pero fue imposible. Lo comentó a sus compañeros y, extrañado, les demandó que silbaran una melodía cualquiera. Ninguno pudo hacerlo. Una comentó que su hijo, de 11 años, hacía un mes que había aprendido a silbar y no paraba de inventarse canciones para practicar, pero que esa mañana, hecho del que no fue consciente hasta ese momento, no había emitido ni un pitido. Medio olvidando el asunto, todos acudieron a sus respectivos quehaceres con la mosca detrás de la oreja, y todos, sin excepción, realizaron algunas averiguaciones.

Así pues, María, encargada de sucesos, fue a la parte norte de la ciudad donde un camión de bomberos, paradójicamente, había sido atacado e incendiado; según la policía, alrededor de seis jóvenes habían provocado el incendio de un coche abandonado y habían, a su vez, avisado a los bomberos. Acto seguido, una vez el camión se disponía a apagar el fuego, estos seis jóvenes atacaron por sorpresa y tras hacer huir a los funcionarios, vaciaron el depósito de agua, condujeron gran parte de la noche y finalmente incendiaron el vehículo. Dos de ellos habían sido detenidos, y María pasó parte de la mañana entrevistando a los familiares. Ante la pregunta final de “¿pueden ustedes silbar?”, y después de un momento de extrañeza e incluso tensión, comprobaron que no podían, y Juanillo, primo del detenido y cantaor en ciernes, no pudo articular ni el tirititrán. Por su parte, Andrés, reportero deportivo, fue a visitar a la peña principal del Granada C.F., “La Zairdina”, quienes habían compuesto un nuevo himno para su equipo que creaba polémica en la ciudad por politizado. Andrés tenía que recoger el ambiente con el que los peñistas se tomaban aquello, y grabar el nuevo himno que se daría en exclusiva en la edición digital del periódico. Fue cosa imposible. Marcos, veterano etnógrafo de la política local, tenía concertada una entrevista con el alcalde y, aprovechando el trato campechano con el que éste acostumbraba a despachar a los periodistas poco afines, no se sorprendió de la última pregunta del cronista y contestó adustamente, meneando la cabeza: “Marquitos, yo no sé silbar…”.

Por la ciudad corría un viento frío y silbante, batiendo puertas y persianas como si una mano enorme e invisible, llena de odio y resentimiento, anduviera buscando algo a lo que aferrarse, desesperada de sí misma. Era el viento de la Sierra que, sin encontrar oposición alguna hasta la misma ciudad, se vengaba helado traspasando la piel y la pana de los abrigos. No obstante, ese día hubo algo diferente. Puesto que desde media mañana dejaron de funcionar las radios, las televisiones, el claxon de los coches, toda la ciudad quedó sometida a un duro e implacable silencio que ahogaba cualquier sonido natural o artificial producido por el hombre. Hubo confusión y peleas en la estación de trenes y autobuses ya que los altavoces no transmitían los horarios de entradas y salidas; hubo un caos en el tráfico pues la policía no lograba hacerse respetar mediante sus silbatos, inertes. Sólo el viento se hacía oír y la gente empezó frunciendo el ceño, después se aletargó en sus abrigos, cada vez más abrochados y bien alzados los cuellos, para finalmente caminar en un modo fatigoso y renqueante, hundidos los hombros y caídos los brazos hacia el suelo.

Pasadas las cinco de la tarde, todos, y cada uno de los habitantes de la ciudad, rompieron el hechizo con un hermoso y único ayeo por soleá, acompañado de un sincero llanto.

jueves, 16 de diciembre de 2010

La no pedida de mano

(traducción de La non-demande en marriage de George Brassens)

De suerte amor, no hemos metido
en la garganta de Cupido
su propia flecha;
tantos amantes lo intentaron
que infelices apagaron
la luz, la mecha.

Estribillo:
un honor es
no tener que
pedir tu mano;
no es empeño
ser los dueños
del amor humano.

Dejemos libres a los pájaros
las palabras son los atajos
a nuestra prisión.
¡Al diablo esos sabiondos
que expresan los negros hongos
del corazón!        

Venus envejece a menudo
perdiendo su don mudo
de diosa altiva
a ningún precio quiero
deshojar en el puchero
la margarita.

Perdemos todo el atractivo
preguntándonos el acertijo
una y otra vez
hermosas hojas verdes
arrugadas en libros pierden
su florecer

Puede parecer un descanso
meter el alma en un cazo
de cocinar
mas la manzana prohibida
si está cortada, si está hervida
no sabrá natural.

Los criados se han marchado
de las labores, con agrado
yo te dispenso…
como mi eterna prometida
así te pienso, mi vida
siempre te pienso…

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Balada del solista idiota

El yo es una casa construida con las propias manos, a veces de tierra y agua, a veces de soga y viento. En ella se encuentran perfectamente repartidas las habitaciones, cada una amueblada, además, según condición. El cuarto principal, donde descansa y se place el rey de la casa, la cocina, el cuarto de baño, e incluso un espacio común, la sala de estar, donde festejar y no cenar solo. En esta casa construida con las propias manos se pueden abrir o cerrar las ventanas al exterior, bajar o subir sus persianas. Encender una vela a oscuras y escuchar un disco hasta el infinito, o salir a la terraza a charlar con el vecino, respirar el profundo aire de las calles. Pero lo que no puede faltar en una casa construida con las propias manos es el cuarto de invitados, situado, según el caso, felizmente a la entrada frente al cerezo del jardín donde canta el ruiseñor al renacer el sol cada mañana, o relegado, según el caso, a una breve y umbría habitación junto a la caseta de un perro ladrador, con una vieja manta que ofrecer, al fondo del placard.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Ofrenda Flamenca

Vibrando empieza siempre el alma insuflada de flamenco, y un suspiro es su respuesta ante el envite del aire en sus pulmones. Dicen que el cantaor suspira en dos veces: toma impulso, aliento de vida, llenándose primero; y se vacía después con una estrofa rotunda y sentenciosa, llena de melancolía y celebrante:
De azúcar y nata
fueron tus besos.
No lo esperaba.

Después, como en todo suspiro, el alivio.

Siempre me he preguntado qué siente un extranjero, o alguien ajeno al flamenco, qué ocurre en su conciencia, cuando topa por primera vez en su vida adulta con esta música (y digo topa como ante un muro porque no hay duda de que el flamenco no deja indiferente, se arroja ente los ojos), ¿será algo exótico, con olor a desierto? ¿un ritmo irrenunciable como el rock and roll? Debe ser algo formidable esa sensación para mí desconocida, para muchos, inolvidable.

Como una prolongación de la vida, o una expresión de ésta, flamenco aúna sin contradicción lo alegre y lo triste, la quietud y el frenesí, lo amargo del recuerdo y lo sabroso del olvido y al contrario, en un espacio donde nadie teme expresar lo que siente, el pathos de la existencia, lo justo de la venganza. ¿Quién no pasa del llanto a la euforia, de la euforia al llanto, en muchos momentos de su vida? ¿quién no viene y va del caño al coro? Nadie. Igual disfrutamos una Debla y después una Alegría. Con ellas, regamos las raíces de un mismo árbol, la vida.

Por eso el flamenco, declarado o no, para nosotros, es matrimonio.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Poemas del mar hueco

I

Ahora aplaudes a las aves

con una armónica palmada

de mano dulce de frutera

y sonríes ampliamente

(la garza vuela a tu antojo).

Planear volar… se puede.


Desear anhelar…


Morderás la tela negra

hipnótica del culto el cultivo y el curioso

culpable de tus ojos

y tus retoños.


Te frotarás los pies

cuando el viento ardiente del desierto

te hiele la mirada

por un bajo recoveco.


Rondas quince años.


Te aplomarás, sí

tu pan será tu ancla más varada

la piedra del enfado

que portarás sobre tu pecho

como llevan algunos el diario

de un martes cualquiera.


De tu andar despreocupado

y tu silbido de sirena

al sudor que oprime el cuerpo,

mediará una pesadilla

sin cuello y sin espalda.


Tu amor será privado.


Solo tú sabrás de tu sonrisa.


Ahora aplaudes y cantas en voz alta.

Es lo único que tienes.


II

Rememora el infierno.

Carraspea la baba

y despiézala entre los dientes.

Retoza tu lengua se recrea

ociosa juega sucia se relame

gira. Rueda. Cuelga

la pálida pus del agua herrumbrosa.


Hilachos de saliva gelatinosos

como la sopa ceniza de orugas

el caldo de sanguijuelas

donde sumías tu cabeza

mañana tarde y noche

domingos lunes viernes

cuando las arrugas del insomnio

antes de tu veinte cumpleaños

eran rasgos de un guerrero

con vaqueros, cuello vuelto y lentillas.


Y sigues volteando la ramera espuma

que mantiene tu boca cerrada

ya estés muriendo o bosteces

ya sea un beso sorpresa.


Y desmientes los rumores

(dicen: “mira fijamente,

siempre está callado”)

con espasmos  y sudores

ladeas la cabeza hacia la izquierda.


Y masticas el potingue cándido y caliente.


Si y solo si.

Le ofrecen el cuello testarrosa

a tus colmillos de oro de ley

dando palmadas en la espalda

tragas.

Jinetes de una galera carcomida

burlados por aviesos del mercado

esconden la mirada en el bolsillo

tragas.

Mujeres restadas como cuentas

de fuera por dentro divididas

por mano de hombre estampadas

tragas.


Tragas.


A nadie escupas a la cara.

Solo quieren saludarte.


 III

En sus playas

la roja media Luna

alumbrando inhibe los besos

velados novicios viciosos

de las aves ponedoras

libres de cepos

y un pez naranja con miles de ojos

yace en la arena vigilando

la mugre de un cadáver.


El diez del diez del diez.


Bajo sus arcos

y a la sombra apagada que es la noche

encuentras dos cinturas

palpitando aun sin aire

una más clara y luminosa

más brillantes sus escamas.


El diez del diez del diez.


Al –Jadida, Marruecos

decidiendo por millares

propinando dátiles a manos extendidas

nada orantes.

Morí de lucidez.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Balada del estornudo

Lo miraba sin cesar. Él era taíno y el otro español, uno vivía en el 538, el otro en 1492. Veía en él un dios altivo y castigador, capaz de aliviar sus tormentos. Le hablaba de la cosecha, y de su mujer, Nirua, enferma desde su segundo embarazo. Él solucionaría lo que el chamán no había podido: él era un dios. De repente, Eloy Martínez alzó el cuello y exhalando aire profundamente como si fuera a echar fuego por la boca y decir todas las verdades, violentamente estornudó doblando su cuerpo, arrojando una savia viscosa como la baba de un caracol. El indio volvió a su choza.

jueves, 28 de octubre de 2010

Poemas de la memoria (2)


Seré

Lo mucho que tú lloras.
¿Seré pañuelo?
¿Seré yo el cerco
que presto te permite
ser de un salto libre?

¿Seré yo un medio?
¿La cuerda que une el arco
(tenso como espinas)
y dispara las flechas
que Cupido te dirige a la garganta?

¿Acaso el cuchillo que hiere
risueño e inocente
iniciales de amor en los asientos?

¿Seré yo un pero?
¿La piedra que daña
la espalada a los amantes
ocultos en las zarzas?

¿Seré yo un quiero?
¿El viento que entrelleva
el perfume de la rosa
de ardiente primavera?

¿Seré yo un puedo?
¿La mesa que soporta
neutra de amarguras
diarios que empiezan en invierno?

Seré yo un creo.

La vida que perdura
sin tierra y sin tu espalda;
no más que el canto y la guitarra
en días de noche buena
no tan lejos de la hoguera.

Poemas de la memoria

TIEMPO

I. Presente

Ahora

Ni ayer ni más tarde
ahora que con tiempo y con urgencia
- que con tiempo e impaciencia -
no hay céfiro que avente
mis razones, las pupilas
los vómitos del alma
y los sauces que se alzan fulminantes.

Ahora.
El pasado un viento que muerde
un rodeo impodable
aleteo en la cara de un cuervo furioso.

Ahora.
La vida es el ripio
de una coartada pura sangre,
una espera a que vengan
las musas del ocio
y lleguen cantando.

Ahora.
Un motín el futuro
(cómo hacer sus labios besables)
tan incierto y ominoso
como hacer sus labios besables.

II. Futuro esperado


Primeros auxilios

Será poco el soñar,
digo, es un decir,
si rezuman los sueños lombrices
que hacen yerma la tierra
y los recuerdos aparecen
y son nostalgias mal sanadas,
se suspiran las tardes
e impacientan las noches,
se dudan las mañanas
y se empolva el ventanal
umbrío por desidia.

Y puesto que es poco soñar,
digo, es un decir,
libro a las rosas del florero
rompo los papelitos amargos
cuadrados
(aquellos que eran más hambrientos)
y de un solo soplo marinero
acerco los labios al alféizar
lleno mis pulmones ateridos
y ahuyento la pólvora.

En busca de un sueño,
quiero decir,
de una luna hecha de miel
de un sol hecho de auroras,
voy con calma
ya que la nostalgia
baja sólo por un brazo
ya que lloro
no más que por un ojo
ya que ando
con casi pierna y media.

III. Futuro soñado

Antigualla


Una fuente
muy antigua;
yo bebo
tú bebes
los dos bebemos
nos miramos mientras bebemos
frente a frente
nos besamos
muy despacio
somos uno
nos bebemos.


martes, 19 de octubre de 2010

De monedas y hombres

Andrea y su hijo Diego, de 5 años, visitaban la ciudad muy a menudo. Habitaban un pequeño pueblo llamado San Lorenzo, casi una aldea, que, como todas las aldeas,  respiraba en el aire un ambiente de sosiego y cómodo silencio. Todas las tardes, Andrea volvía del trabajo en la ciudad, cansada y somnolienta, preocupada por los problemas cotidianos, y siempre se olvidaba cuando, tras aparcar el coche, saludaba a sus vecinos preguntándoles por el día transcurrido y su hijo Diego salía a recibirla con los brazos abiertos.

-    ¡Hola mami!
-    ¡Hola hijo! ¿Cómo te ha ido hoy en el cole?
-    ¡Bien! Hemos jugado a los países, y nos hemos pintado la cara de negro, de rojo, de blanco, ¿sabes que los japoneses tienen los ojos así?

Y se estiraba la piel.

-    Y los chinos también, mami, se dice achinar los ojos. ¡Soy un chino! ¡soy un chino!

Dentro de casa, el papá de Diego, de nombre Daniel, cocinaba con un enorme
delantal blanco amarrado a la cintura. Preparaba un revuelto de espárragos y una gran ensalada donde abundaban los quesos y la lechuga, verde y fresca como el mar. Por la tarde habían hecho pan…

-    … y mira el que ha hecho Diego, es más pequeño que el mío pero ¡uummm! ¡Sabe mucho mejor!

Y así transcurrían las noches en casa de Andrea. Pero ahora era por la mañana, y un espeso humo negro no dejaba ver a Diego las caras de señores muy serios al volante, u otros niños que, como él, cantaban sus canciones preferidas en silencio. Se acercaban a la ciudad, ella tenía que trabajar y él asistir al cole. Desde una rotonda enorme, las carreteras salían disparadas como los rayos del sol para iluminar el camino a los coches sin perder la dirección; y un semáforo saludaba por colores a todo el que quisiera mirar. Fue allí, cuando el señor África se acercó junto al coche, que vio a su madre hablar con este desconocido.

-    No, lo siento, no tengo suelto

Diego se quedó pensando.

-    Mamá, ¿qué quería ese Señor?
-    Monedas
-    ¿Qué quiere, comprar chuches?
-    No, son para comida, ropa. Juguetes para sus hijos
-    ¿Él no tiene moneditas?
-    No, él es pobre. Como no tiene trabajo, tiene que pedir a los que sí trabajamos. ¡Para comer hijo!

Y Diego siguió pensativo. ¿Cómo es no tener monedas? Ayer su padre le dio una y compró pan a la señora Concha. ¿Cómo las tenían papá y mamá? ¿Trabajando? Diego se imaginó a sus papás y a los papás de sus amigos corriendo por el patio y disfrazándose de dibujos animados y de animales, toda la mañana y hasta la hora de comer, cuando lo recogía su padre de la escuela. ¿Y por qué no lo hace el señor África, que se parecía a Sarita cuando se pintó ayer de negro, en el cole? A él le tocó China, ¡con lo divertido que es!

Entretanto, ya habían llegado. En clase estarían Manuel y Laura, su primita
Arancha, a la que protegía del tonto de Pedro, la seño Lucía… Pero Diego no se bajaba del coche. Su mamá le hablaba.

-    ¡Venga hijo, que no tengo todo el día!
-    ¿Qué te pasa? Estás muy serio, ¿te ocurre algo?

Diego no miraba del todo a su mamá. Se había cruzado de brazos y con el
cuerpo rígido, callaba. Ante la insistencia de su madre, se quitó el cinturón y bajó.

-    Diego dime, ¿qué tienes? ¿te duele algo? Pero, ¿por qué lloras?
-    (Llorando) ¿Y no va a tener zapatos? ¿ni va a comer yogur? ¿ni piti? ¿dónde están sus hijos?
-    ¡Ay, cariño! ¿es por eso? Es que mamá hoy no tenía monedas, pero no te preocupes, que muchas personas le darán hoy -mintió para consolarlo
-    ¿Y si no le dan?
-    Mira, te prometo que mañana cuando veamos al señor le daré unas monedas para que se compre zapatos, ¿vale?
-    Vale

Medio convencido al fin, Diego entró en el colegio, dispuesto a darle un beso a
Sarita. Y su madre, emocionada, maldijo la pobreza y bendijo la infancia.

A la mañana siguiente, Diego no recordaba cuándo se quedó dormido,
pero sí lo que había soñado. Soñó que  sus papás, señor África y él iban por San Lorenzo, y cuando tenían sed, él escarbaba la tierra y salía un enorme chorro de agua fresca; cuando tenían hambre, Diego alargaba la mano y cogía la mejor fruta de los árboles del señor Gomezpin, ¡y éste no se enfadaba! Si señor África se ponía triste o echaba de menos a su familia como le había explicado su papá la noche anterior,
llamaría a Sarita y a  Manuel para que jugaran con él al escondite, ¡así se alegrarían cada vez que se encontraran! Se levantó entonces de un salto y en el pequeño jardín que tenían sus padres en la parte trasera de la casa, escarbó con una piedra pero no salió agua; además, intentó coger el fruto de la zarzamora pero todos eran muy pequeños y se pinchaba los dedos.

-    Mamá, ¿tienes moneditas?
-    Sí hijo, desayuna y después vamos a buscar al señor de ayer

Montado en el coche, Diego agarraba las monedas con su mano derecha. Llegaron al semáforo de todos los días, pero allí no estaba señor África. Andrea pensaba que era normal, se avecinaba lluvia y nadie quería mojarse.

-    Hoy no ha venido, Diego, verás como lo vemos otro día.
-    ¡No! ¡Las moras son pequeñas y pican! ¡y no hay agua debajo del suelo!
-    Pero Diego …

Y así estuvieron dando vueltas con el coche, mientras el cielo se aclaraba y se
limpiaba de espesura. A los 30 minutos, Andrea dio una vuelta completa a una rotonda silenciosamente, y alcanzó a aquel hombre que caminaba distraído.

-    Disculpe señor, mi hijo quería decirle buenos días y darle una cosa
-    Hola chico, ¿cómo te llamas?
-    China… Diego.

Y de un rápido impulso, le dio las monedas al señor África. Estaban calientes y
sudadas.

-    ¡Gracias! Yo me llamo Nelson

Momentos después, Andrea, sonriente y feliz, llegaba tarde al trabajo.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Los licaones

Licaón: 1. Rey mítico de Arcadia que, habiendo "civilizado" a diferentes pueblos y siendo muy religioso, cometió sacrificios humanos (a todos los extranjeros que llegaban a sus tierras, violando el principio de hospitalidad) ofendiendo a los dioses, por lo que Zeus se vistió de extranjero y al intentar matar al dios, éste lo convirtió en lobo. Sus hijos fueron famosos por ser especialmente impíos, por lo que o fueron fulminados por el rayo o fueron convertidos en lobos.

2. Mamífero africano especialmente sociable, que caza en grupo perfectamente organizado por lo que tiene una altísima eficacia. La cooperación es esencial, son sedentarios en época de nacimiento, y los machos son los encargados de alimentar a crías, hembras, ancianos, enfermos y heridos.

        Era verano y agosto cerraba los párpados con un manto vertical que, ubicuo, interno, ominoso, agrietaba  la piel de aquellos que osaban mover su sombra alejándose de sí mismos. Huyendo del calor extremo, la falta de líquido y la sequedad obsesiva, y del peligro de la desesperanza y los recuerdos (el año pasado se cobraron más de una baja innecesaria, miel para carroñeros), dejaban las zonas áridas en busca de un delta agraciado; cuando llegaran, tras recorrer kilómetros donde la meta era una certeza tanto como el camino una incertidumbre, el agua de las altas montañas del norte les acariciaría con suave fluir la piel, erizando la nuca ya destensada, y refrescaría unos meses laboriosos buscando comida, como puro trabajo mecánico. Él no tenía hambre. Tampoco pensaba salir a comprar nada. Lo estaba disponiendo todo con todo lo necesario, y fuera, oliendo como huelen las ratas y firmes sus orejas escuchando lo mínimo, los licaones esperaban avistar una presa y rodearla. Sutilmente rodearla.

        Él se dedicaba a preparar su nido para ese día tan especial, aquel que no olvidó durante un año. No ingería nada, pero no pensaba más que en ofrecer cama y alimento, y en que todo tuviera la resuelta perfección de dos círculos concéntricos. Primero limpió la casa, paso a paso, de fuera a dentro, desde el alféizar de las ventanas, cuyo polvo ahuyentó con agua caliente, jabón y una bayeta especial de limón (desde ahí oía la chirriante música y los resuellos agudos de los devoradores sin piedad), pasando por los pasillos y el baño, donde se paró delicadamente a perfumar con una mezcla exacta de clavel, azahar y vainilla, habilidad infusa que nunca había aprendido. Reservó el pachuli para la habitación, y algunas hojas para las sábanas que estarían frescas y sedosas. Pero retuvo el penetrante aroma de la dedalera para su reencuentro del día siguiente, pensando en un largo baño de agua caliente color verde lima por efecto de los dedos florales. Asimiló el tono del salón al olor indisimulado a lavanda, como el que asiente y canta el equilibrio; dispuso pañuelos violetas por las lámparas de luz más fuerte y rosa fucsia para las de luz más débil, creando un claroscuro tan propio del verano. Evitó el tomillo y el romero, una vez descartada la carne del menú; atrae las alimañas y las descara, sus músculos se tensan y fijan los ojos sin odio como atraídos por una antigua reverberación, es la saliva lo que marca su mirada, la sangre la que afila sus bocas y el viento el que afina sus risas, melodías acordes con la noche y el sudor.

        La cocina tenía sus propios olores.

        Preparó con esmero una quiche de cebolla, espinacas y queso azul. Una vez amasada la pasta quebrada, untó un recipiente para el horno con mantequilla y colocó allí la masa 15 minutos al horno; el peso de unas alubias y unos pequeños pinchazos con el tenedor evitaban que ésta subiera. Mientras preparó el relleno reduciendo las espinacas, con sal, pimienta y nuez moscada; calentando lentamente la nata y el queso en un cazo y añadiendo los dos huevos batidos. La cebolla se corta en aros finos y se sofríe con aceite a fuego moderado durante ocho minutos, se sube el fuego y al añadir una cucharadita de azúcar se remueve; cuando empiece a caramelizarse, se añade un vaso de vino tinto hasta que evapore. Para reunir los tres preparados, decidió mezclarlos y no acumularlos por capas en la pasta quebrada (terminado ya su proceso de cocción), y así, lentamente los volcó y movió en un recipiente hasta conseguir la textura adecuada. Rellena la masa, dejó la fuente en el horno. 50 minutos. Éste iba a ser el plato principal. El adiós y un hola amargo y dulce. Respectivamente.

        Los entrantes siguieron en la elaboración. Preparó un hummus de garbanzos triturando éstos (una vez hervidos) con tahina, ajo, yogur natural descremado, limón, comino, sal y aceite de oliva, hasta conseguir una masa homogénea de consistencia liviana, entre la mierda seca y la diarrea. De otro lado, peló un filete de salmón y lo limpió bien de impurezas: tomado por la cola, y con una acción de sierra, se pasa un cuchillo afilado entre la carne y la piel; se enrolla bien apretado envuelto en papel de aluminio y se enfría hasta que esté a punto de congelarse. 20 minutos. Se deslía y se corta transversal lo más fino posible, lo que hacía mientras se relamía pasando su lengua por los colmillos; aquello le originó un temblor inesperado, como cuando el celo de la hembra obliga a desafiar la jerarquía y aplastar al contrario. Se especia con eneldo y se complementa con champiñones enanos y lascas de queso parmesano.

        Lo habían confesado hoy hace un año: “en 366 días, volveré a tu casa. Nunca soñé hacerlo todo por alguien: componer los cimientos sobre un hermoso tejado, rumiar la soledad ausente de la lira, sonreirle a la auroche (palabras de enamorados), tropezar con la hierba herida del pantano. Nunca soñé y voy a morir para vivir contigo”. Escéptico, creyó al instante todas sus palabras, mientras un hervor le incendiaba los ojos. Como un jarro de agua fría.

        Enamorado y abandonado, murió para vivir durante el tiempo que ella dijo. Troceaba en daditos el tomate, pepino, la cebolla y el pimiento que acompañarían al hummus untado en pan de nueces. Conservó refrigerados los ingredientes y se concentró (desviando la atención de unas incipientes ganas de aullar) en el postre, que sería más dulce que nunca. Molió pistachos y almendras junto con azúcar, 3 semillas de cardamomo y una rama de canela. En una bandeja, dispuso el papel de hornear y, pintadas cada una con mantequilla fundida, estiró 5 capas sucesivas de pasta filo. Se coloca encima la masa, que se cubre de nuevo con tres hojas más de la fina pasta, también pintadas de mantequilla. Se hace un almíbar calentando agua con miel y agua de azahar, y se pinta la superficie proporcionando un risueño brillo y un alegre color naranja. Finalmente se espolvorean semillas de sésamo para que se tuesten al horno. Doce minutos de baklava en los que no pudo controlar verse a sí mismo vertiendo sangre por un decantador de vinos, celebrando en solitario la fácil matanza de una res despistada. Doce minutos como doce meses sin causa ni raíces, asido al viento y su merced de esquinas, basuras y olisqueadores, como flores de plástico en tierra de cemento.  

        Se quedó dormido y no soñó con nada.

        Despertó en el suelo. Le dolía el pene erecto y pensó en ella, en su cuerpo velludo perfecto torneado, y cómo se ofrecía y contoneaba como invitando a una salsa superior, la ligadura perfecta de una ostra desliada en vino blanco, irresistible cuando, de culo, de rodillas, arremete y recula viendo sudar su espalda, tensa y mullida, suelto su pelo por los hombros, respirando a un tiempo un aire cargado que emociona, que le hace llevar su mano enorme a los pechos de ella, a su cintura, su clítoris acariciado y la mano de él apretada por la de ella con fuerza, y con fuerza muerde su espalda al regalarle el semen que él creyó el último, placer hormiguero que le dejó hueco de vida, un dios creador de un mundo perfecto. Chorreado de semen, se vistió y olfateó el sol luminoso del día y el aire fresco de la mañana. Comprobó la frescura de los alimentos preparados el día anterior, encendió velas por toda la casa y renovó los aromas de las habitaciones. Con la persiana a media subir, se sentó a esperar.
        Cuando ella abrió la puerta con su propia llave, lo encontró pavoneando su figura y meando sobre la silla. Aullando.  

domingo, 12 de septiembre de 2010

Diálogo

-    Papá era ciego, no tenía problema. Total, siempre ha visto así.
-    Ya pero yo no estoy acostumbrada.
-    Yo no sé dónde hay velas. ¡Las velas las traen los invitados junto con el vino!
-    Y yo que casi duermo con la luz encendida…
-    Mira, ni tú ni yo fumamos, pero en mi casa tiene que haber velas y mecheros varios. Voy a trastear como es mi costumbre.
-    No, ten cuidado, tienes un esguince y yo he venido aquí precisamente a cuidarte.
-    De aquí a un rato se nos acostumbrarán los ojos, o eso dicen en la mili.
-    Sí, siendo interior, a tu piso no le llega la luz de la calle.
-    Espera que me levanto con la muleta… ¡ca! ¡Mierda de pisos enanos!
-    ¿Lo ves? Te lo dije. Mira, no conozco tu pisito, pero sé que tiene tres piezas y en algún cajón tiene que haber velas, o al menos unas cerillas para vernos las caras unos segundos. Así que quédate sentadito y limítate a decirme qué cajón tiene más posibilidades de dar luz a esta cena. Porque lo que está claro es que yo no ceno a oscuras. Y menos aún cenaremos con tu horno eléctrico sin electricidad. Porque ya me dirás cómo se cocina una “dorada a la sal” si no.
-    Vale, vale, Cristina. Eres mi hermana y has venido con ese fraterno sentimiento a ayudarme después del accidente. Una dorada salvaje a la sal, y fíjate que salvaje, grande y rojiza, vale tres veces más que una de piscifactoría, me parecía lo menos que…
-    Y aún no me has dado el dinero.
-    Lo buscaremos también. Primero las velas. Me conozco mi raquítico piso tan bien como mi bar favorito. Frente a nosotros hay un mueble, donde está la tele y el equipo de música. Pues bien, en la parte baja debe haber tres cajones: dos juntos pequeños, y al lado izquierdo, una más grande. El mueble es de pino negro, bajo, conjuntado con una mesa para el té esmaltada con una fina capa…
-    Eh, que no estamos en uno de tus  cuentos...
-    Prueba ahí. En uno de los cajones.
-    Abro el grande. Por aquí parece que hay papeles, una funda para las cartas o un paquete de tabaco… Lo voy diciendo para que descartes si no te suena que estén ahí las velas y para tranquilizarme; me creo que me va a morder una rata o algo así.
-    Pues ahí no están. Y en los otros me suena que están guardados los mandos a distancia, algunos CD’s y cintas, papeles y más papeles. Y son cartas, yo no fumo.
-    Tú no fumas, tú te caes de la moto. Y además tienes mecheros que… ¡encienden!. Un poco más me puedo orientar. En efecto, aquí hay cables, alguna regleta, y… espera… ¡bombillas!. Brillante idea, buscar aquí. El cajón más antivela de todos, al menos tengo el mechero.
-    Mira…
-    Ya sé, en las habitaciones. ¿Primero en la tuya?
-    La de enfrente, el cuarto de invitados (las invitadas duermen conmigo). Ahí no creo que haya, pero mira por encima. Opuesta a la puerta hay una estantería con demasiados libros para que cupiera una sola vela; pero a la izquierda está la mesa del ordenador donde tal vez.
-    Donde tal vez haya más libros. Estoy viendo un montón de papeles en la esquina superior izquierda, el teléfono fijo y los altavoces. En la otra estantería… no hay más que libros y archivadores, y… ¡ay!.
-    ¿Qué ha pasado?
-    ¡Me he chocado con tu puta silla! ¡Ya estoy suficientemente nerviosa!
-    No chilles hermana, el piso es enano.
-    ¡Más cosas tiene! En el armario nada, ¿no?
-    Noooo
-    Voy a tu cuarto. Me está quemando el dedo este mechero de…Vale, pero es que ya te digo, me vengo aquí con la idea de cuidarte un poco que es mi obligación, ya que ni tienes novia ni nada parecido, y encima que tengo miedo a la oscuridad…
-    No se tiene miedo a la oscuridad, sino a lo que pueda haber en la oscuridad.
-    ¿Churchill? ¿El Dalai Lama? Tanto leer te vas a quedar tonto. No me metas más miedo…
-    Qué carácter.
-    Eso. A ver: la cama enorme, al fondo la ventana, y debajo el equipo de música sobre un baulillo de mimbre. ¿Ahí dentro?
-    Sólo hay ropa.
-    Y la mesilla de noche. En un cajón tienes… ¿no tendrás guarrerías por aquí no?
-    ¡Yo hago las guarrerías, no las tengo!
-    Ya se ve. Condones, calzoncillos, un despertador, mira que… En el otro, los calcetines, bolis, papeles, un pintalabios.
-    Quédatelo
-    Ni hablar. Aquí no hay nada de velas, majo.
-    Pues entonces no sé. Qué raro, a Lucía, bueno a una, le encanta encenderlas cuando viene y se nos hace de noche, y cuando...
-    O se os va la luz, o las ideas. ¿Alguna otra posibilidad?
-    El cuarto de baño. ¡Cuando tomamos un largo baño con sales y aceites!
-    ¡Aaaahhhh! Pues sí que te cuesta acordarte. Dime, ¿dónde exactamente?
-    Mira, no te pases, yo soy más feliz con cinco chicas viendo a cada una un par de veces o tres al mes, que tú con un marido al que no te gustaría ver ni en pintura.
-    ¿Y tú qué sabes, eh?
-    No hay que saber, hay que mirar. ¿O es que no te has venido aquí también para librarte al menos una noche de su Mira quién baila y de sus ronquidos?
-    Te estás pasando, niñato.
-    Sí, tú sabrías al instante dónde están las velas, o la luz de la avenida esa entraría por el magnífico balcón de tu casa, o mandarías prender a tu marido con el fin de tener luz.
-    ¡Basta!
-    Pero no tendrías velas para un largo baño con tu marido, ni aceites ni esencias ¡ni pollas!
-    Ahí te quedas, lisiado, bicho raro, fumao, ¡siempre has sido como un grano en el culo para nosotros!
-    ¿Vosotros? ¿Quiénes? ¿Mamá y tú? ¿Tu marido y tú? No me vengas con… ¡y no des un portazo! ¡Maldita! ¡Siempre liándolo todo con ese miedo y ese carácter! Velas en el baño, ¡pues claro, coño!

Y se vio a sí mismo frente al espejo cuando se hizo la luz y el silencio. No le dolía el tobillo.

Mierda de…anda, que vaya careto se me ha quedado. Y encima viene la luz cuando ésta se va, ¡ja,ja! no te digo yo, mamá dice que tiene mala suerte hasta cuando pisa una mierda, la muy… hermana mía. Siempre igual, pasamos dos horas juntos y ¡pum!, alguno explotamos o hacemos que el otro explote y ¡tatatata!, a dispararnos basura y salibilla. Nunca me ha aceptado, ¿por qué, si es igual a mí? ¿por ser mujer? Hay gente que nace con una estrella, y otra estrellada. Vaya mierda de frase. La tía dejaba un novio tras otro, o la dejaban, pero siempre había conflictos. Ya me huelo yo cuáles. Mala suerte. Y encima se casa con el aspirante a bombero que no sale en los calendarios, que acaba ganando un montón de pasta por compra-venta de pisos. ¿No se elige, eso? ¿no se huele la patata antes de tocarla y saber que está podrida?

Mala suerte la mía, coño. Una madre sobreprotectora llorando a lágrima viva un accidente de moto, y sin poder explicarle que no fue culpa mía. Resultado un esguince que irá para un mes, y esta cosa rígida en la pierna izquierda. Me pica. Total estoy en paro, no tienes nada que hacer, me decían todos, ¡vivir coño!. No me publican nada y si lo hacen no pasa de una revista universitaria. Eso de cinco mujeres en un mes… la poesía tiene su punto, más da un buen coche muchas veces. Claro, es para una noche y molan más cuatro ruedas y una casa, no un cuchitril. A mí me gusta que las chicas huelan bien y me dejen, al menos, reirme de mis chistes, y a ellas, muchas veces, pues eso. Cinco chicas… ni el rafalín follarín. Tengo calor., y si sudo me pica más. Cómo grita mi hermana. Qué mala suerte, se va la luz y ¡ea! ¡pum! Explotó. Joder, que huelo a quemado, qué… la dorada, ¡la dorada! ¿No tiene el horno un sistema de seguridad? ¡Ca! ¡ay! ¡ay! ¡arg! El teléfono ahora… Lucía

-    ¡Lucía!
-    Tío, al final salimos mañana para el Pirineo. ¿Estás en casa?
-    Jodido. Sí sí
-    ¿Quieres que duerma allí?

Suspira

- Nena, eres como una hermana para mí.

jueves, 2 de septiembre de 2010

La Asociación

-    ¡Ja! Me faltan cien metros y ya se les escucha.

      La calle era estrecha y de piedra, con una luz apagada de varios faroles repartidos adrede, donde decenas de familias reposaban todavía del viaje del campo a la ciudad, hacía generaciones. La medianoche ya había pasado y emanaba un silencio agradable de mayo, con balcones repletos de flores y rejas de hierro forjado que ofrecían claveles y revelaban un patio de ensueño, ajazminado, caliente y fresco a la vez.

    R. pensaba en las decenas de ocasiones que había tocado con ellos, sus amigos flamencos, con los que más suelto se sentía. Hasta se había atrevido a cantar por tangos y bulerías, “yo, con mi voz de falsete” (reían las copas de fino). Ahora estaba junto a la puerta, en el corazón de la Axerquía de Córdoba, matrimonio histórico de la humanidad. Llevaba la guitarra.

-    ¡Hombre, menos mal! Por fin llegas.
-    ¡Venga, que habláis mucho pero nadie canta!
-    Hola a todos, soy R. ¡eh!

     Y todos silbaban y jaleaban, diríase que a su amigo, más a la guitarra. “Vaya, pensó R., traigo la única que tiene curvas”. Le ofrecieron una copa que aceptó, tras una cena fantástica y un concierto de Carmen Linares en el Alcázar. El panorama era el habitual, una Peña flamenca de una planta y un sótano donde seguro iba a transcurrir el resto de la noche, después de la guitarra. Todos estaban en la zona del bar, bebiendo güisqui o ron y sin excepción mostraban o barba o patillas.

-    ¿Dónde están vuestras novias?
-    ¡En el fondo del vaso!

Era P. quien hablaba.

-    Gracias por traer la guitarra de mi casa. ¿Has dormido bien?
-    Estupendamente.
-    Mira, está pintada.

    En efecto, P. había juntado en una sus dos pasiones artísticas: la música y la pintura, pues había vestido su instrumento de mil colores, de mil colores, deeee mil colores…Se pusieron a cantar el famoso estribillo de Aurora Vargas y G., de oído fino y cante lumbrera, recogió la emoción y propuso bajar al sótano, por los vecinos.

-    Allí no molestamos.

     Bajaron guitarra palmeros y cantaor (dedos manos garganta) mientras R. permaneció arriba pidiendo otro Ron y contando novedades.

-    David Palomar tiene ya su disco, ¿lo habéis escuchado? Yo estoy deseando.

     Y cosas por el estilo. En total eran ocho amigos, y O. y M., con los que hablaba, siempre más aficionados al jaleo que al cante; así que R. cambió la conversación. Estaban joviales, en un estado triposo, donde ojos brillantes hablaban alto y reían en un jueves de júbilo. Transmitían vida. Durante diez minutos bromearon y rellenaron los vasos, hasta que un ayeo los invitó a seguir a los otros en busca del compás. La sala era espaciosa, pero todos estaban reunidos en un pequeño rincón, haciendo un corro y con una expresiva bailaora que meneaba la parte del silencio de unas alegrías en mi, cante grave para una emoción aguda. La sonrisa de S. no cambiaba con los años, ni con las horas, era la misma que le veía siempre tras doce horas de trabajo o un divorcio, y esta vez no era menos. A su lado estaba C., menuda y morena, risueña y sabrosa. Ocho a dos, no está mal. Rompió el cante el cuerpo de sus pensamientos, se imponía estrofa a estrofa, compás a compás, una vocal que se alarga como se alarga una gota de agua para el sediento, para el caluroso. Cuando llegó la escobilla, momento en el que el ritmo se hace más lento, marcado y cadencioso, S. bailó gustándose y, percibiendo la presencia de R., aumentó el ritmo del taconeo progresivamente hasta conseguir una explosión de piernas torneadas por un trabajo retirado, y con grácil ingravidez y unos brazos que se perdían en giros circulares del torso, cerró el baile que no la alegría de un solo paso preciso y fuerte, plantándose dueña del equilibrio.

-    ¿Cómo estás?
-    Ahora perfectamente… ¡mejor que nunca!

     No hablaron mucho, no pudieron. Habían ido a ser poseídos, a dejarse meter mano por compases secos y resonantes a la vez, por una sinuosa escala de valores cuyo centro estaba en el cuerpo y se extendía como un manto recién abierto que mostrara retazos coloridos y una promesa de gestos cálidos e integradores. Por eso participaban todos muy juntos en un rincón de la sala, deseosos de tocarse y cantarse al oído confesiones escritas por otro y dictadas por ellos mismos. Es lo que tienen las coplas, pensó R., las entendemos todos, las podemos hacer y padecer cada uno de nosotros. G. seguía cantando acompañado por guitarra, cajón, palmas e innumerables jaleos precisos y a ratos jocosos, que animaban secretamente al cantaor y más aún a los conatos de baile como pura descarga y diversión. Decirlo era hacer un viaje al otoño, donde todo se marchita; cantarlo era una celebración del aire.

Me gusta la primavera
cuando entra por la ventana
como una mujer morena

    En la pared opuesta advirtió R. un nuevo dibujo, un graffiti interior donde un hombre gigante, tumbado sobre las calles de una ciudad minúscula y gris, lograba estirar un brazo, derrumbado un muro de piedra, hacia los contornos edénicos de un bosque repleto de árboles y raíces, que hacía contraste directo con el cemento donde no crecía nada. Los árboles también eran inmensos.

    En el principio era la fiesta. Terminaron los tangos y empezaron las bulerías, lo que indicaba que se encontraban en el punto álgido de la juerga. M. sorprendió a todos con una letra divertida y un ritmo en el decir exacto y juguetón, propio de familia flamenca y noches buenas y caballos. La guitarra sonaba tapada, y sin emitir una sola nota, comandaba el ritmo y la velocidad junto con unas palmas sordas que invitaban a un cante difícil y atrevido, que G., flamenco, dominaba a la perfección. Subía y bajaba la cadencia llegando a tonos que una guitarra, con sus limitadas doce notas, no podía seguir. Por eso se imponían unas palmas sordas que, como antaño, daban protagonismo a la voz y, en cualquier arranque, al baile. Acababa la estrofa y, con un remolino endiablado, P. la remachó dando paso a una falseta que hizo convulsionarse a S.; ésta la bailó como tentándola al principio, como había hecho R. con ella la tarde anterior, más sugiriendo que planteando. Primero la agarró de la cintura al saludarla, después la encontraba siempre cada vez que ella lo miraba; más tarde la invitó a un café en una terraza (ella tomó té) y a pasear por el río, donde hablaron en presente y en futuro, y expresaron sus deseos con un sutil subjuntivo que les encaminara o les encamara. Rumiaron el ocaso y cenaron luna llena; de postre, él body cream, ella consiguió olvidar.

    Desde entonces no se separaron, el resto de la noche jugaron a ser y no estar, y tras acompañar R. una soleá a G., fundiendo a un tiempo el placer quejumbroso de una promesa desesperada, la trémula luz de una vela incendiaria, dejó el curvo instrumento y prendió a S. por la cintura, ahora con fuerza.

    En la madrugada de mayo, dos corazones latían extrañamente. Taitá taitá ta, taitá taitá ta, taitá taitá ta…