A MODO DE INVENCIÓN. PRESENTACIÓN

Aquí comienza una aventura fascinante: la aventura del saber. Ese saber que no necesita justificación ni finalidad, y que proporciona, para lo que lo saborean, un inmenso placer. Un saber que es un modo de vida, y que es más importante que los conocimientos que aporta. "Corazón tiene el que mira el abismo, pero con orgullo", decía Nietzsche. Así que... ¡Atrévete a saber!


jueves, 2 de septiembre de 2010

La Asociación

-    ¡Ja! Me faltan cien metros y ya se les escucha.

      La calle era estrecha y de piedra, con una luz apagada de varios faroles repartidos adrede, donde decenas de familias reposaban todavía del viaje del campo a la ciudad, hacía generaciones. La medianoche ya había pasado y emanaba un silencio agradable de mayo, con balcones repletos de flores y rejas de hierro forjado que ofrecían claveles y revelaban un patio de ensueño, ajazminado, caliente y fresco a la vez.

    R. pensaba en las decenas de ocasiones que había tocado con ellos, sus amigos flamencos, con los que más suelto se sentía. Hasta se había atrevido a cantar por tangos y bulerías, “yo, con mi voz de falsete” (reían las copas de fino). Ahora estaba junto a la puerta, en el corazón de la Axerquía de Córdoba, matrimonio histórico de la humanidad. Llevaba la guitarra.

-    ¡Hombre, menos mal! Por fin llegas.
-    ¡Venga, que habláis mucho pero nadie canta!
-    Hola a todos, soy R. ¡eh!

     Y todos silbaban y jaleaban, diríase que a su amigo, más a la guitarra. “Vaya, pensó R., traigo la única que tiene curvas”. Le ofrecieron una copa que aceptó, tras una cena fantástica y un concierto de Carmen Linares en el Alcázar. El panorama era el habitual, una Peña flamenca de una planta y un sótano donde seguro iba a transcurrir el resto de la noche, después de la guitarra. Todos estaban en la zona del bar, bebiendo güisqui o ron y sin excepción mostraban o barba o patillas.

-    ¿Dónde están vuestras novias?
-    ¡En el fondo del vaso!

Era P. quien hablaba.

-    Gracias por traer la guitarra de mi casa. ¿Has dormido bien?
-    Estupendamente.
-    Mira, está pintada.

    En efecto, P. había juntado en una sus dos pasiones artísticas: la música y la pintura, pues había vestido su instrumento de mil colores, de mil colores, deeee mil colores…Se pusieron a cantar el famoso estribillo de Aurora Vargas y G., de oído fino y cante lumbrera, recogió la emoción y propuso bajar al sótano, por los vecinos.

-    Allí no molestamos.

     Bajaron guitarra palmeros y cantaor (dedos manos garganta) mientras R. permaneció arriba pidiendo otro Ron y contando novedades.

-    David Palomar tiene ya su disco, ¿lo habéis escuchado? Yo estoy deseando.

     Y cosas por el estilo. En total eran ocho amigos, y O. y M., con los que hablaba, siempre más aficionados al jaleo que al cante; así que R. cambió la conversación. Estaban joviales, en un estado triposo, donde ojos brillantes hablaban alto y reían en un jueves de júbilo. Transmitían vida. Durante diez minutos bromearon y rellenaron los vasos, hasta que un ayeo los invitó a seguir a los otros en busca del compás. La sala era espaciosa, pero todos estaban reunidos en un pequeño rincón, haciendo un corro y con una expresiva bailaora que meneaba la parte del silencio de unas alegrías en mi, cante grave para una emoción aguda. La sonrisa de S. no cambiaba con los años, ni con las horas, era la misma que le veía siempre tras doce horas de trabajo o un divorcio, y esta vez no era menos. A su lado estaba C., menuda y morena, risueña y sabrosa. Ocho a dos, no está mal. Rompió el cante el cuerpo de sus pensamientos, se imponía estrofa a estrofa, compás a compás, una vocal que se alarga como se alarga una gota de agua para el sediento, para el caluroso. Cuando llegó la escobilla, momento en el que el ritmo se hace más lento, marcado y cadencioso, S. bailó gustándose y, percibiendo la presencia de R., aumentó el ritmo del taconeo progresivamente hasta conseguir una explosión de piernas torneadas por un trabajo retirado, y con grácil ingravidez y unos brazos que se perdían en giros circulares del torso, cerró el baile que no la alegría de un solo paso preciso y fuerte, plantándose dueña del equilibrio.

-    ¿Cómo estás?
-    Ahora perfectamente… ¡mejor que nunca!

     No hablaron mucho, no pudieron. Habían ido a ser poseídos, a dejarse meter mano por compases secos y resonantes a la vez, por una sinuosa escala de valores cuyo centro estaba en el cuerpo y se extendía como un manto recién abierto que mostrara retazos coloridos y una promesa de gestos cálidos e integradores. Por eso participaban todos muy juntos en un rincón de la sala, deseosos de tocarse y cantarse al oído confesiones escritas por otro y dictadas por ellos mismos. Es lo que tienen las coplas, pensó R., las entendemos todos, las podemos hacer y padecer cada uno de nosotros. G. seguía cantando acompañado por guitarra, cajón, palmas e innumerables jaleos precisos y a ratos jocosos, que animaban secretamente al cantaor y más aún a los conatos de baile como pura descarga y diversión. Decirlo era hacer un viaje al otoño, donde todo se marchita; cantarlo era una celebración del aire.

Me gusta la primavera
cuando entra por la ventana
como una mujer morena

    En la pared opuesta advirtió R. un nuevo dibujo, un graffiti interior donde un hombre gigante, tumbado sobre las calles de una ciudad minúscula y gris, lograba estirar un brazo, derrumbado un muro de piedra, hacia los contornos edénicos de un bosque repleto de árboles y raíces, que hacía contraste directo con el cemento donde no crecía nada. Los árboles también eran inmensos.

    En el principio era la fiesta. Terminaron los tangos y empezaron las bulerías, lo que indicaba que se encontraban en el punto álgido de la juerga. M. sorprendió a todos con una letra divertida y un ritmo en el decir exacto y juguetón, propio de familia flamenca y noches buenas y caballos. La guitarra sonaba tapada, y sin emitir una sola nota, comandaba el ritmo y la velocidad junto con unas palmas sordas que invitaban a un cante difícil y atrevido, que G., flamenco, dominaba a la perfección. Subía y bajaba la cadencia llegando a tonos que una guitarra, con sus limitadas doce notas, no podía seguir. Por eso se imponían unas palmas sordas que, como antaño, daban protagonismo a la voz y, en cualquier arranque, al baile. Acababa la estrofa y, con un remolino endiablado, P. la remachó dando paso a una falseta que hizo convulsionarse a S.; ésta la bailó como tentándola al principio, como había hecho R. con ella la tarde anterior, más sugiriendo que planteando. Primero la agarró de la cintura al saludarla, después la encontraba siempre cada vez que ella lo miraba; más tarde la invitó a un café en una terraza (ella tomó té) y a pasear por el río, donde hablaron en presente y en futuro, y expresaron sus deseos con un sutil subjuntivo que les encaminara o les encamara. Rumiaron el ocaso y cenaron luna llena; de postre, él body cream, ella consiguió olvidar.

    Desde entonces no se separaron, el resto de la noche jugaron a ser y no estar, y tras acompañar R. una soleá a G., fundiendo a un tiempo el placer quejumbroso de una promesa desesperada, la trémula luz de una vela incendiaria, dejó el curvo instrumento y prendió a S. por la cintura, ahora con fuerza.

    En la madrugada de mayo, dos corazones latían extrañamente. Taitá taitá ta, taitá taitá ta, taitá taitá ta…           

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