A MODO DE INVENCIÓN. PRESENTACIÓN

Aquí comienza una aventura fascinante: la aventura del saber. Ese saber que no necesita justificación ni finalidad, y que proporciona, para lo que lo saborean, un inmenso placer. Un saber que es un modo de vida, y que es más importante que los conocimientos que aporta. "Corazón tiene el que mira el abismo, pero con orgullo", decía Nietzsche. Así que... ¡Atrévete a saber!


jueves, 16 de septiembre de 2010

Los licaones

Licaón: 1. Rey mítico de Arcadia que, habiendo "civilizado" a diferentes pueblos y siendo muy religioso, cometió sacrificios humanos (a todos los extranjeros que llegaban a sus tierras, violando el principio de hospitalidad) ofendiendo a los dioses, por lo que Zeus se vistió de extranjero y al intentar matar al dios, éste lo convirtió en lobo. Sus hijos fueron famosos por ser especialmente impíos, por lo que o fueron fulminados por el rayo o fueron convertidos en lobos.

2. Mamífero africano especialmente sociable, que caza en grupo perfectamente organizado por lo que tiene una altísima eficacia. La cooperación es esencial, son sedentarios en época de nacimiento, y los machos son los encargados de alimentar a crías, hembras, ancianos, enfermos y heridos.

        Era verano y agosto cerraba los párpados con un manto vertical que, ubicuo, interno, ominoso, agrietaba  la piel de aquellos que osaban mover su sombra alejándose de sí mismos. Huyendo del calor extremo, la falta de líquido y la sequedad obsesiva, y del peligro de la desesperanza y los recuerdos (el año pasado se cobraron más de una baja innecesaria, miel para carroñeros), dejaban las zonas áridas en busca de un delta agraciado; cuando llegaran, tras recorrer kilómetros donde la meta era una certeza tanto como el camino una incertidumbre, el agua de las altas montañas del norte les acariciaría con suave fluir la piel, erizando la nuca ya destensada, y refrescaría unos meses laboriosos buscando comida, como puro trabajo mecánico. Él no tenía hambre. Tampoco pensaba salir a comprar nada. Lo estaba disponiendo todo con todo lo necesario, y fuera, oliendo como huelen las ratas y firmes sus orejas escuchando lo mínimo, los licaones esperaban avistar una presa y rodearla. Sutilmente rodearla.

        Él se dedicaba a preparar su nido para ese día tan especial, aquel que no olvidó durante un año. No ingería nada, pero no pensaba más que en ofrecer cama y alimento, y en que todo tuviera la resuelta perfección de dos círculos concéntricos. Primero limpió la casa, paso a paso, de fuera a dentro, desde el alféizar de las ventanas, cuyo polvo ahuyentó con agua caliente, jabón y una bayeta especial de limón (desde ahí oía la chirriante música y los resuellos agudos de los devoradores sin piedad), pasando por los pasillos y el baño, donde se paró delicadamente a perfumar con una mezcla exacta de clavel, azahar y vainilla, habilidad infusa que nunca había aprendido. Reservó el pachuli para la habitación, y algunas hojas para las sábanas que estarían frescas y sedosas. Pero retuvo el penetrante aroma de la dedalera para su reencuentro del día siguiente, pensando en un largo baño de agua caliente color verde lima por efecto de los dedos florales. Asimiló el tono del salón al olor indisimulado a lavanda, como el que asiente y canta el equilibrio; dispuso pañuelos violetas por las lámparas de luz más fuerte y rosa fucsia para las de luz más débil, creando un claroscuro tan propio del verano. Evitó el tomillo y el romero, una vez descartada la carne del menú; atrae las alimañas y las descara, sus músculos se tensan y fijan los ojos sin odio como atraídos por una antigua reverberación, es la saliva lo que marca su mirada, la sangre la que afila sus bocas y el viento el que afina sus risas, melodías acordes con la noche y el sudor.

        La cocina tenía sus propios olores.

        Preparó con esmero una quiche de cebolla, espinacas y queso azul. Una vez amasada la pasta quebrada, untó un recipiente para el horno con mantequilla y colocó allí la masa 15 minutos al horno; el peso de unas alubias y unos pequeños pinchazos con el tenedor evitaban que ésta subiera. Mientras preparó el relleno reduciendo las espinacas, con sal, pimienta y nuez moscada; calentando lentamente la nata y el queso en un cazo y añadiendo los dos huevos batidos. La cebolla se corta en aros finos y se sofríe con aceite a fuego moderado durante ocho minutos, se sube el fuego y al añadir una cucharadita de azúcar se remueve; cuando empiece a caramelizarse, se añade un vaso de vino tinto hasta que evapore. Para reunir los tres preparados, decidió mezclarlos y no acumularlos por capas en la pasta quebrada (terminado ya su proceso de cocción), y así, lentamente los volcó y movió en un recipiente hasta conseguir la textura adecuada. Rellena la masa, dejó la fuente en el horno. 50 minutos. Éste iba a ser el plato principal. El adiós y un hola amargo y dulce. Respectivamente.

        Los entrantes siguieron en la elaboración. Preparó un hummus de garbanzos triturando éstos (una vez hervidos) con tahina, ajo, yogur natural descremado, limón, comino, sal y aceite de oliva, hasta conseguir una masa homogénea de consistencia liviana, entre la mierda seca y la diarrea. De otro lado, peló un filete de salmón y lo limpió bien de impurezas: tomado por la cola, y con una acción de sierra, se pasa un cuchillo afilado entre la carne y la piel; se enrolla bien apretado envuelto en papel de aluminio y se enfría hasta que esté a punto de congelarse. 20 minutos. Se deslía y se corta transversal lo más fino posible, lo que hacía mientras se relamía pasando su lengua por los colmillos; aquello le originó un temblor inesperado, como cuando el celo de la hembra obliga a desafiar la jerarquía y aplastar al contrario. Se especia con eneldo y se complementa con champiñones enanos y lascas de queso parmesano.

        Lo habían confesado hoy hace un año: “en 366 días, volveré a tu casa. Nunca soñé hacerlo todo por alguien: componer los cimientos sobre un hermoso tejado, rumiar la soledad ausente de la lira, sonreirle a la auroche (palabras de enamorados), tropezar con la hierba herida del pantano. Nunca soñé y voy a morir para vivir contigo”. Escéptico, creyó al instante todas sus palabras, mientras un hervor le incendiaba los ojos. Como un jarro de agua fría.

        Enamorado y abandonado, murió para vivir durante el tiempo que ella dijo. Troceaba en daditos el tomate, pepino, la cebolla y el pimiento que acompañarían al hummus untado en pan de nueces. Conservó refrigerados los ingredientes y se concentró (desviando la atención de unas incipientes ganas de aullar) en el postre, que sería más dulce que nunca. Molió pistachos y almendras junto con azúcar, 3 semillas de cardamomo y una rama de canela. En una bandeja, dispuso el papel de hornear y, pintadas cada una con mantequilla fundida, estiró 5 capas sucesivas de pasta filo. Se coloca encima la masa, que se cubre de nuevo con tres hojas más de la fina pasta, también pintadas de mantequilla. Se hace un almíbar calentando agua con miel y agua de azahar, y se pinta la superficie proporcionando un risueño brillo y un alegre color naranja. Finalmente se espolvorean semillas de sésamo para que se tuesten al horno. Doce minutos de baklava en los que no pudo controlar verse a sí mismo vertiendo sangre por un decantador de vinos, celebrando en solitario la fácil matanza de una res despistada. Doce minutos como doce meses sin causa ni raíces, asido al viento y su merced de esquinas, basuras y olisqueadores, como flores de plástico en tierra de cemento.  

        Se quedó dormido y no soñó con nada.

        Despertó en el suelo. Le dolía el pene erecto y pensó en ella, en su cuerpo velludo perfecto torneado, y cómo se ofrecía y contoneaba como invitando a una salsa superior, la ligadura perfecta de una ostra desliada en vino blanco, irresistible cuando, de culo, de rodillas, arremete y recula viendo sudar su espalda, tensa y mullida, suelto su pelo por los hombros, respirando a un tiempo un aire cargado que emociona, que le hace llevar su mano enorme a los pechos de ella, a su cintura, su clítoris acariciado y la mano de él apretada por la de ella con fuerza, y con fuerza muerde su espalda al regalarle el semen que él creyó el último, placer hormiguero que le dejó hueco de vida, un dios creador de un mundo perfecto. Chorreado de semen, se vistió y olfateó el sol luminoso del día y el aire fresco de la mañana. Comprobó la frescura de los alimentos preparados el día anterior, encendió velas por toda la casa y renovó los aromas de las habitaciones. Con la persiana a media subir, se sentó a esperar.
        Cuando ella abrió la puerta con su propia llave, lo encontró pavoneando su figura y meando sobre la silla. Aullando.  

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