A MODO DE INVENCIÓN. PRESENTACIÓN

Aquí comienza una aventura fascinante: la aventura del saber. Ese saber que no necesita justificación ni finalidad, y que proporciona, para lo que lo saborean, un inmenso placer. Un saber que es un modo de vida, y que es más importante que los conocimientos que aporta. "Corazón tiene el que mira el abismo, pero con orgullo", decía Nietzsche. Así que... ¡Atrévete a saber!


lunes, 30 de agosto de 2010

Mirar hacia fuera

“Hay ventanas que miran hacia fuera y las hay que miran hacia dentro”, masculló F. antes de entrar en la sala de interrogatorios, donde un hombre alto, fornido, de perfil anguloso y labios rajados y excesivos esperaba altanero a su abogado. Él sabía lo que se sentía, no porque hubiera estado preso o hubiera sido sospechoso de algún delito anteriormente; al contrario, ni siquiera le habría dado tiempo puesto que, ya con 17 años, se alistó en el ejército marino para escapar de un pueblo demasiado al interior con el fin de respirar aires limpios, allá, en la sierra de Castril, entre nieve, rocas y caminos de tierra. Aunque “F., le había repetido su mujer, nadie escapa del cementerio si hay enterrador”. Y ese hombre se parecía a un enterrador, no en la cara, no en el cuerpo ni en la mirada, sí en un detalle tan insignificante que aún no lo había verbalizado pero que le provocó torcer el gesto y quedarse paralizado ante la ventana que sólo mira hacia dentro, frío como un témpano y sin respiración.


“Miro hacia dentro gran hombre”. Ésas eran las palabras que F. le escuchaba a su padre cuando, tras cualquier desliz infantil, le encerraba en el placar de aquella casa gigante heredada tras la Guerra Civil por la precipitada huida de una familia rica de la región que, sin más vacilaciones, marchó a EEUU, donde se resentirían las cuentas pero no la salud. “Miro hacia dentro y no sabes cuándo, ni cuánto tiempo; vas a estar ahí hasta que pagues tu deuda, gran hombre”, le airaba el padre, también funcionario del cuerpo de la guardia civil como su abuelo y varios padrinos del pueblo. Él se resignaba a permanecer maniatado y encerrado en ese armario, como un acusado que se sabe culpable y al que sólo hay que arrancar una confesión.

“¿Te crees un gran hombre, eh?”, le espetó al sospechoso. El pomo había girado su mano y la puerta movido su pie. Una gota de sudor le corrió por la espalda al tiempo que reculaba y daba un portazo. Fue recién cumplidos los 19 cuando F. decidió hacerse policía, tras salir disparado por la luna delantera de un coche prestado y sobrevivir, no gracias a un milagro, sino a una sólida estructura ósea y una cabeza tan dura como el mármol; Policía… solventaba así su conciencia emulando al padre y la ventana de Pandora quedaba hecha añicos. Dos años pasados por ron y drogas no le anestesiaron una continua propulsión muscular que había formado, casi por espontaneidad, una figura atlética y poderosa de peso pesado y ágil, lista para el gran salto al cuerpo especial de homicidios y a la intervención directa, cuerpo a cuerpo frente a campeones del mundo del hampa, del tiro al gatillo y el lanzamiento de mierda; cara a cara con enterradores del alma, con un dedo menos, el corazón, arrancado y metido por el culo de sus primeras víctimas como un rito inaugural y una advertencia: no somos como vosotros, no tenemos piedad. Por eso, lo primero que hizo cuando el sudor abrasaba y la tensión enloquecía, cuando creyó ver cuatro dedos en la mano izquierda de aquel hombre y cayó en la cuenta de su padre, lo primero que hizo fue aullar y darle patadas y estrellarle la cabeza contra la ventana, y pudo, al fin, mirar hacia fuera.