A MODO DE INVENCIÓN. PRESENTACIÓN

Aquí comienza una aventura fascinante: la aventura del saber. Ese saber que no necesita justificación ni finalidad, y que proporciona, para lo que lo saborean, un inmenso placer. Un saber que es un modo de vida, y que es más importante que los conocimientos que aporta. "Corazón tiene el que mira el abismo, pero con orgullo", decía Nietzsche. Así que... ¡Atrévete a saber!


jueves, 16 de septiembre de 2010

Los licaones

Licaón: 1. Rey mítico de Arcadia que, habiendo "civilizado" a diferentes pueblos y siendo muy religioso, cometió sacrificios humanos (a todos los extranjeros que llegaban a sus tierras, violando el principio de hospitalidad) ofendiendo a los dioses, por lo que Zeus se vistió de extranjero y al intentar matar al dios, éste lo convirtió en lobo. Sus hijos fueron famosos por ser especialmente impíos, por lo que o fueron fulminados por el rayo o fueron convertidos en lobos.

2. Mamífero africano especialmente sociable, que caza en grupo perfectamente organizado por lo que tiene una altísima eficacia. La cooperación es esencial, son sedentarios en época de nacimiento, y los machos son los encargados de alimentar a crías, hembras, ancianos, enfermos y heridos.

        Era verano y agosto cerraba los párpados con un manto vertical que, ubicuo, interno, ominoso, agrietaba  la piel de aquellos que osaban mover su sombra alejándose de sí mismos. Huyendo del calor extremo, la falta de líquido y la sequedad obsesiva, y del peligro de la desesperanza y los recuerdos (el año pasado se cobraron más de una baja innecesaria, miel para carroñeros), dejaban las zonas áridas en busca de un delta agraciado; cuando llegaran, tras recorrer kilómetros donde la meta era una certeza tanto como el camino una incertidumbre, el agua de las altas montañas del norte les acariciaría con suave fluir la piel, erizando la nuca ya destensada, y refrescaría unos meses laboriosos buscando comida, como puro trabajo mecánico. Él no tenía hambre. Tampoco pensaba salir a comprar nada. Lo estaba disponiendo todo con todo lo necesario, y fuera, oliendo como huelen las ratas y firmes sus orejas escuchando lo mínimo, los licaones esperaban avistar una presa y rodearla. Sutilmente rodearla.

        Él se dedicaba a preparar su nido para ese día tan especial, aquel que no olvidó durante un año. No ingería nada, pero no pensaba más que en ofrecer cama y alimento, y en que todo tuviera la resuelta perfección de dos círculos concéntricos. Primero limpió la casa, paso a paso, de fuera a dentro, desde el alféizar de las ventanas, cuyo polvo ahuyentó con agua caliente, jabón y una bayeta especial de limón (desde ahí oía la chirriante música y los resuellos agudos de los devoradores sin piedad), pasando por los pasillos y el baño, donde se paró delicadamente a perfumar con una mezcla exacta de clavel, azahar y vainilla, habilidad infusa que nunca había aprendido. Reservó el pachuli para la habitación, y algunas hojas para las sábanas que estarían frescas y sedosas. Pero retuvo el penetrante aroma de la dedalera para su reencuentro del día siguiente, pensando en un largo baño de agua caliente color verde lima por efecto de los dedos florales. Asimiló el tono del salón al olor indisimulado a lavanda, como el que asiente y canta el equilibrio; dispuso pañuelos violetas por las lámparas de luz más fuerte y rosa fucsia para las de luz más débil, creando un claroscuro tan propio del verano. Evitó el tomillo y el romero, una vez descartada la carne del menú; atrae las alimañas y las descara, sus músculos se tensan y fijan los ojos sin odio como atraídos por una antigua reverberación, es la saliva lo que marca su mirada, la sangre la que afila sus bocas y el viento el que afina sus risas, melodías acordes con la noche y el sudor.

        La cocina tenía sus propios olores.

        Preparó con esmero una quiche de cebolla, espinacas y queso azul. Una vez amasada la pasta quebrada, untó un recipiente para el horno con mantequilla y colocó allí la masa 15 minutos al horno; el peso de unas alubias y unos pequeños pinchazos con el tenedor evitaban que ésta subiera. Mientras preparó el relleno reduciendo las espinacas, con sal, pimienta y nuez moscada; calentando lentamente la nata y el queso en un cazo y añadiendo los dos huevos batidos. La cebolla se corta en aros finos y se sofríe con aceite a fuego moderado durante ocho minutos, se sube el fuego y al añadir una cucharadita de azúcar se remueve; cuando empiece a caramelizarse, se añade un vaso de vino tinto hasta que evapore. Para reunir los tres preparados, decidió mezclarlos y no acumularlos por capas en la pasta quebrada (terminado ya su proceso de cocción), y así, lentamente los volcó y movió en un recipiente hasta conseguir la textura adecuada. Rellena la masa, dejó la fuente en el horno. 50 minutos. Éste iba a ser el plato principal. El adiós y un hola amargo y dulce. Respectivamente.

        Los entrantes siguieron en la elaboración. Preparó un hummus de garbanzos triturando éstos (una vez hervidos) con tahina, ajo, yogur natural descremado, limón, comino, sal y aceite de oliva, hasta conseguir una masa homogénea de consistencia liviana, entre la mierda seca y la diarrea. De otro lado, peló un filete de salmón y lo limpió bien de impurezas: tomado por la cola, y con una acción de sierra, se pasa un cuchillo afilado entre la carne y la piel; se enrolla bien apretado envuelto en papel de aluminio y se enfría hasta que esté a punto de congelarse. 20 minutos. Se deslía y se corta transversal lo más fino posible, lo que hacía mientras se relamía pasando su lengua por los colmillos; aquello le originó un temblor inesperado, como cuando el celo de la hembra obliga a desafiar la jerarquía y aplastar al contrario. Se especia con eneldo y se complementa con champiñones enanos y lascas de queso parmesano.

        Lo habían confesado hoy hace un año: “en 366 días, volveré a tu casa. Nunca soñé hacerlo todo por alguien: componer los cimientos sobre un hermoso tejado, rumiar la soledad ausente de la lira, sonreirle a la auroche (palabras de enamorados), tropezar con la hierba herida del pantano. Nunca soñé y voy a morir para vivir contigo”. Escéptico, creyó al instante todas sus palabras, mientras un hervor le incendiaba los ojos. Como un jarro de agua fría.

        Enamorado y abandonado, murió para vivir durante el tiempo que ella dijo. Troceaba en daditos el tomate, pepino, la cebolla y el pimiento que acompañarían al hummus untado en pan de nueces. Conservó refrigerados los ingredientes y se concentró (desviando la atención de unas incipientes ganas de aullar) en el postre, que sería más dulce que nunca. Molió pistachos y almendras junto con azúcar, 3 semillas de cardamomo y una rama de canela. En una bandeja, dispuso el papel de hornear y, pintadas cada una con mantequilla fundida, estiró 5 capas sucesivas de pasta filo. Se coloca encima la masa, que se cubre de nuevo con tres hojas más de la fina pasta, también pintadas de mantequilla. Se hace un almíbar calentando agua con miel y agua de azahar, y se pinta la superficie proporcionando un risueño brillo y un alegre color naranja. Finalmente se espolvorean semillas de sésamo para que se tuesten al horno. Doce minutos de baklava en los que no pudo controlar verse a sí mismo vertiendo sangre por un decantador de vinos, celebrando en solitario la fácil matanza de una res despistada. Doce minutos como doce meses sin causa ni raíces, asido al viento y su merced de esquinas, basuras y olisqueadores, como flores de plástico en tierra de cemento.  

        Se quedó dormido y no soñó con nada.

        Despertó en el suelo. Le dolía el pene erecto y pensó en ella, en su cuerpo velludo perfecto torneado, y cómo se ofrecía y contoneaba como invitando a una salsa superior, la ligadura perfecta de una ostra desliada en vino blanco, irresistible cuando, de culo, de rodillas, arremete y recula viendo sudar su espalda, tensa y mullida, suelto su pelo por los hombros, respirando a un tiempo un aire cargado que emociona, que le hace llevar su mano enorme a los pechos de ella, a su cintura, su clítoris acariciado y la mano de él apretada por la de ella con fuerza, y con fuerza muerde su espalda al regalarle el semen que él creyó el último, placer hormiguero que le dejó hueco de vida, un dios creador de un mundo perfecto. Chorreado de semen, se vistió y olfateó el sol luminoso del día y el aire fresco de la mañana. Comprobó la frescura de los alimentos preparados el día anterior, encendió velas por toda la casa y renovó los aromas de las habitaciones. Con la persiana a media subir, se sentó a esperar.
        Cuando ella abrió la puerta con su propia llave, lo encontró pavoneando su figura y meando sobre la silla. Aullando.  

domingo, 12 de septiembre de 2010

Diálogo

-    Papá era ciego, no tenía problema. Total, siempre ha visto así.
-    Ya pero yo no estoy acostumbrada.
-    Yo no sé dónde hay velas. ¡Las velas las traen los invitados junto con el vino!
-    Y yo que casi duermo con la luz encendida…
-    Mira, ni tú ni yo fumamos, pero en mi casa tiene que haber velas y mecheros varios. Voy a trastear como es mi costumbre.
-    No, ten cuidado, tienes un esguince y yo he venido aquí precisamente a cuidarte.
-    De aquí a un rato se nos acostumbrarán los ojos, o eso dicen en la mili.
-    Sí, siendo interior, a tu piso no le llega la luz de la calle.
-    Espera que me levanto con la muleta… ¡ca! ¡Mierda de pisos enanos!
-    ¿Lo ves? Te lo dije. Mira, no conozco tu pisito, pero sé que tiene tres piezas y en algún cajón tiene que haber velas, o al menos unas cerillas para vernos las caras unos segundos. Así que quédate sentadito y limítate a decirme qué cajón tiene más posibilidades de dar luz a esta cena. Porque lo que está claro es que yo no ceno a oscuras. Y menos aún cenaremos con tu horno eléctrico sin electricidad. Porque ya me dirás cómo se cocina una “dorada a la sal” si no.
-    Vale, vale, Cristina. Eres mi hermana y has venido con ese fraterno sentimiento a ayudarme después del accidente. Una dorada salvaje a la sal, y fíjate que salvaje, grande y rojiza, vale tres veces más que una de piscifactoría, me parecía lo menos que…
-    Y aún no me has dado el dinero.
-    Lo buscaremos también. Primero las velas. Me conozco mi raquítico piso tan bien como mi bar favorito. Frente a nosotros hay un mueble, donde está la tele y el equipo de música. Pues bien, en la parte baja debe haber tres cajones: dos juntos pequeños, y al lado izquierdo, una más grande. El mueble es de pino negro, bajo, conjuntado con una mesa para el té esmaltada con una fina capa…
-    Eh, que no estamos en uno de tus  cuentos...
-    Prueba ahí. En uno de los cajones.
-    Abro el grande. Por aquí parece que hay papeles, una funda para las cartas o un paquete de tabaco… Lo voy diciendo para que descartes si no te suena que estén ahí las velas y para tranquilizarme; me creo que me va a morder una rata o algo así.
-    Pues ahí no están. Y en los otros me suena que están guardados los mandos a distancia, algunos CD’s y cintas, papeles y más papeles. Y son cartas, yo no fumo.
-    Tú no fumas, tú te caes de la moto. Y además tienes mecheros que… ¡encienden!. Un poco más me puedo orientar. En efecto, aquí hay cables, alguna regleta, y… espera… ¡bombillas!. Brillante idea, buscar aquí. El cajón más antivela de todos, al menos tengo el mechero.
-    Mira…
-    Ya sé, en las habitaciones. ¿Primero en la tuya?
-    La de enfrente, el cuarto de invitados (las invitadas duermen conmigo). Ahí no creo que haya, pero mira por encima. Opuesta a la puerta hay una estantería con demasiados libros para que cupiera una sola vela; pero a la izquierda está la mesa del ordenador donde tal vez.
-    Donde tal vez haya más libros. Estoy viendo un montón de papeles en la esquina superior izquierda, el teléfono fijo y los altavoces. En la otra estantería… no hay más que libros y archivadores, y… ¡ay!.
-    ¿Qué ha pasado?
-    ¡Me he chocado con tu puta silla! ¡Ya estoy suficientemente nerviosa!
-    No chilles hermana, el piso es enano.
-    ¡Más cosas tiene! En el armario nada, ¿no?
-    Noooo
-    Voy a tu cuarto. Me está quemando el dedo este mechero de…Vale, pero es que ya te digo, me vengo aquí con la idea de cuidarte un poco que es mi obligación, ya que ni tienes novia ni nada parecido, y encima que tengo miedo a la oscuridad…
-    No se tiene miedo a la oscuridad, sino a lo que pueda haber en la oscuridad.
-    ¿Churchill? ¿El Dalai Lama? Tanto leer te vas a quedar tonto. No me metas más miedo…
-    Qué carácter.
-    Eso. A ver: la cama enorme, al fondo la ventana, y debajo el equipo de música sobre un baulillo de mimbre. ¿Ahí dentro?
-    Sólo hay ropa.
-    Y la mesilla de noche. En un cajón tienes… ¿no tendrás guarrerías por aquí no?
-    ¡Yo hago las guarrerías, no las tengo!
-    Ya se ve. Condones, calzoncillos, un despertador, mira que… En el otro, los calcetines, bolis, papeles, un pintalabios.
-    Quédatelo
-    Ni hablar. Aquí no hay nada de velas, majo.
-    Pues entonces no sé. Qué raro, a Lucía, bueno a una, le encanta encenderlas cuando viene y se nos hace de noche, y cuando...
-    O se os va la luz, o las ideas. ¿Alguna otra posibilidad?
-    El cuarto de baño. ¡Cuando tomamos un largo baño con sales y aceites!
-    ¡Aaaahhhh! Pues sí que te cuesta acordarte. Dime, ¿dónde exactamente?
-    Mira, no te pases, yo soy más feliz con cinco chicas viendo a cada una un par de veces o tres al mes, que tú con un marido al que no te gustaría ver ni en pintura.
-    ¿Y tú qué sabes, eh?
-    No hay que saber, hay que mirar. ¿O es que no te has venido aquí también para librarte al menos una noche de su Mira quién baila y de sus ronquidos?
-    Te estás pasando, niñato.
-    Sí, tú sabrías al instante dónde están las velas, o la luz de la avenida esa entraría por el magnífico balcón de tu casa, o mandarías prender a tu marido con el fin de tener luz.
-    ¡Basta!
-    Pero no tendrías velas para un largo baño con tu marido, ni aceites ni esencias ¡ni pollas!
-    Ahí te quedas, lisiado, bicho raro, fumao, ¡siempre has sido como un grano en el culo para nosotros!
-    ¿Vosotros? ¿Quiénes? ¿Mamá y tú? ¿Tu marido y tú? No me vengas con… ¡y no des un portazo! ¡Maldita! ¡Siempre liándolo todo con ese miedo y ese carácter! Velas en el baño, ¡pues claro, coño!

Y se vio a sí mismo frente al espejo cuando se hizo la luz y el silencio. No le dolía el tobillo.

Mierda de…anda, que vaya careto se me ha quedado. Y encima viene la luz cuando ésta se va, ¡ja,ja! no te digo yo, mamá dice que tiene mala suerte hasta cuando pisa una mierda, la muy… hermana mía. Siempre igual, pasamos dos horas juntos y ¡pum!, alguno explotamos o hacemos que el otro explote y ¡tatatata!, a dispararnos basura y salibilla. Nunca me ha aceptado, ¿por qué, si es igual a mí? ¿por ser mujer? Hay gente que nace con una estrella, y otra estrellada. Vaya mierda de frase. La tía dejaba un novio tras otro, o la dejaban, pero siempre había conflictos. Ya me huelo yo cuáles. Mala suerte. Y encima se casa con el aspirante a bombero que no sale en los calendarios, que acaba ganando un montón de pasta por compra-venta de pisos. ¿No se elige, eso? ¿no se huele la patata antes de tocarla y saber que está podrida?

Mala suerte la mía, coño. Una madre sobreprotectora llorando a lágrima viva un accidente de moto, y sin poder explicarle que no fue culpa mía. Resultado un esguince que irá para un mes, y esta cosa rígida en la pierna izquierda. Me pica. Total estoy en paro, no tienes nada que hacer, me decían todos, ¡vivir coño!. No me publican nada y si lo hacen no pasa de una revista universitaria. Eso de cinco mujeres en un mes… la poesía tiene su punto, más da un buen coche muchas veces. Claro, es para una noche y molan más cuatro ruedas y una casa, no un cuchitril. A mí me gusta que las chicas huelan bien y me dejen, al menos, reirme de mis chistes, y a ellas, muchas veces, pues eso. Cinco chicas… ni el rafalín follarín. Tengo calor., y si sudo me pica más. Cómo grita mi hermana. Qué mala suerte, se va la luz y ¡ea! ¡pum! Explotó. Joder, que huelo a quemado, qué… la dorada, ¡la dorada! ¿No tiene el horno un sistema de seguridad? ¡Ca! ¡ay! ¡ay! ¡arg! El teléfono ahora… Lucía

-    ¡Lucía!
-    Tío, al final salimos mañana para el Pirineo. ¿Estás en casa?
-    Jodido. Sí sí
-    ¿Quieres que duerma allí?

Suspira

- Nena, eres como una hermana para mí.

jueves, 2 de septiembre de 2010

La Asociación

-    ¡Ja! Me faltan cien metros y ya se les escucha.

      La calle era estrecha y de piedra, con una luz apagada de varios faroles repartidos adrede, donde decenas de familias reposaban todavía del viaje del campo a la ciudad, hacía generaciones. La medianoche ya había pasado y emanaba un silencio agradable de mayo, con balcones repletos de flores y rejas de hierro forjado que ofrecían claveles y revelaban un patio de ensueño, ajazminado, caliente y fresco a la vez.

    R. pensaba en las decenas de ocasiones que había tocado con ellos, sus amigos flamencos, con los que más suelto se sentía. Hasta se había atrevido a cantar por tangos y bulerías, “yo, con mi voz de falsete” (reían las copas de fino). Ahora estaba junto a la puerta, en el corazón de la Axerquía de Córdoba, matrimonio histórico de la humanidad. Llevaba la guitarra.

-    ¡Hombre, menos mal! Por fin llegas.
-    ¡Venga, que habláis mucho pero nadie canta!
-    Hola a todos, soy R. ¡eh!

     Y todos silbaban y jaleaban, diríase que a su amigo, más a la guitarra. “Vaya, pensó R., traigo la única que tiene curvas”. Le ofrecieron una copa que aceptó, tras una cena fantástica y un concierto de Carmen Linares en el Alcázar. El panorama era el habitual, una Peña flamenca de una planta y un sótano donde seguro iba a transcurrir el resto de la noche, después de la guitarra. Todos estaban en la zona del bar, bebiendo güisqui o ron y sin excepción mostraban o barba o patillas.

-    ¿Dónde están vuestras novias?
-    ¡En el fondo del vaso!

Era P. quien hablaba.

-    Gracias por traer la guitarra de mi casa. ¿Has dormido bien?
-    Estupendamente.
-    Mira, está pintada.

    En efecto, P. había juntado en una sus dos pasiones artísticas: la música y la pintura, pues había vestido su instrumento de mil colores, de mil colores, deeee mil colores…Se pusieron a cantar el famoso estribillo de Aurora Vargas y G., de oído fino y cante lumbrera, recogió la emoción y propuso bajar al sótano, por los vecinos.

-    Allí no molestamos.

     Bajaron guitarra palmeros y cantaor (dedos manos garganta) mientras R. permaneció arriba pidiendo otro Ron y contando novedades.

-    David Palomar tiene ya su disco, ¿lo habéis escuchado? Yo estoy deseando.

     Y cosas por el estilo. En total eran ocho amigos, y O. y M., con los que hablaba, siempre más aficionados al jaleo que al cante; así que R. cambió la conversación. Estaban joviales, en un estado triposo, donde ojos brillantes hablaban alto y reían en un jueves de júbilo. Transmitían vida. Durante diez minutos bromearon y rellenaron los vasos, hasta que un ayeo los invitó a seguir a los otros en busca del compás. La sala era espaciosa, pero todos estaban reunidos en un pequeño rincón, haciendo un corro y con una expresiva bailaora que meneaba la parte del silencio de unas alegrías en mi, cante grave para una emoción aguda. La sonrisa de S. no cambiaba con los años, ni con las horas, era la misma que le veía siempre tras doce horas de trabajo o un divorcio, y esta vez no era menos. A su lado estaba C., menuda y morena, risueña y sabrosa. Ocho a dos, no está mal. Rompió el cante el cuerpo de sus pensamientos, se imponía estrofa a estrofa, compás a compás, una vocal que se alarga como se alarga una gota de agua para el sediento, para el caluroso. Cuando llegó la escobilla, momento en el que el ritmo se hace más lento, marcado y cadencioso, S. bailó gustándose y, percibiendo la presencia de R., aumentó el ritmo del taconeo progresivamente hasta conseguir una explosión de piernas torneadas por un trabajo retirado, y con grácil ingravidez y unos brazos que se perdían en giros circulares del torso, cerró el baile que no la alegría de un solo paso preciso y fuerte, plantándose dueña del equilibrio.

-    ¿Cómo estás?
-    Ahora perfectamente… ¡mejor que nunca!

     No hablaron mucho, no pudieron. Habían ido a ser poseídos, a dejarse meter mano por compases secos y resonantes a la vez, por una sinuosa escala de valores cuyo centro estaba en el cuerpo y se extendía como un manto recién abierto que mostrara retazos coloridos y una promesa de gestos cálidos e integradores. Por eso participaban todos muy juntos en un rincón de la sala, deseosos de tocarse y cantarse al oído confesiones escritas por otro y dictadas por ellos mismos. Es lo que tienen las coplas, pensó R., las entendemos todos, las podemos hacer y padecer cada uno de nosotros. G. seguía cantando acompañado por guitarra, cajón, palmas e innumerables jaleos precisos y a ratos jocosos, que animaban secretamente al cantaor y más aún a los conatos de baile como pura descarga y diversión. Decirlo era hacer un viaje al otoño, donde todo se marchita; cantarlo era una celebración del aire.

Me gusta la primavera
cuando entra por la ventana
como una mujer morena

    En la pared opuesta advirtió R. un nuevo dibujo, un graffiti interior donde un hombre gigante, tumbado sobre las calles de una ciudad minúscula y gris, lograba estirar un brazo, derrumbado un muro de piedra, hacia los contornos edénicos de un bosque repleto de árboles y raíces, que hacía contraste directo con el cemento donde no crecía nada. Los árboles también eran inmensos.

    En el principio era la fiesta. Terminaron los tangos y empezaron las bulerías, lo que indicaba que se encontraban en el punto álgido de la juerga. M. sorprendió a todos con una letra divertida y un ritmo en el decir exacto y juguetón, propio de familia flamenca y noches buenas y caballos. La guitarra sonaba tapada, y sin emitir una sola nota, comandaba el ritmo y la velocidad junto con unas palmas sordas que invitaban a un cante difícil y atrevido, que G., flamenco, dominaba a la perfección. Subía y bajaba la cadencia llegando a tonos que una guitarra, con sus limitadas doce notas, no podía seguir. Por eso se imponían unas palmas sordas que, como antaño, daban protagonismo a la voz y, en cualquier arranque, al baile. Acababa la estrofa y, con un remolino endiablado, P. la remachó dando paso a una falseta que hizo convulsionarse a S.; ésta la bailó como tentándola al principio, como había hecho R. con ella la tarde anterior, más sugiriendo que planteando. Primero la agarró de la cintura al saludarla, después la encontraba siempre cada vez que ella lo miraba; más tarde la invitó a un café en una terraza (ella tomó té) y a pasear por el río, donde hablaron en presente y en futuro, y expresaron sus deseos con un sutil subjuntivo que les encaminara o les encamara. Rumiaron el ocaso y cenaron luna llena; de postre, él body cream, ella consiguió olvidar.

    Desde entonces no se separaron, el resto de la noche jugaron a ser y no estar, y tras acompañar R. una soleá a G., fundiendo a un tiempo el placer quejumbroso de una promesa desesperada, la trémula luz de una vela incendiaria, dejó el curvo instrumento y prendió a S. por la cintura, ahora con fuerza.

    En la madrugada de mayo, dos corazones latían extrañamente. Taitá taitá ta, taitá taitá ta, taitá taitá ta…           

miércoles, 1 de septiembre de 2010

La confusión

J., algo tímido, sumido en una vorágine de páginas, sucesos e inconvenientes laborales, donde los jefes son sólo voces por teléfono y un número nunca memorizado de nueve cifras, y donde los subordinados están siempre diez grados centígrados por encima del resto (el hierro permanece caliente mucho más tiempo que la madera), finalmente entró en la clase maldiciendo la lluvia en sus zapatos.

-    Hola.

Y fue tan imperceptible que apenas se oyó a sí mismo. “Joder”, pensó, “así no
dan ganas de responder a nadie”. Igual le ocurre cuando su mujer organiza reuniones nocturnas (cada vez menos, cada vez más vespertinas) con más mujeres que hombres hablando alto y despreocupadamente de temas irresolubles: que si Córdoba más bonita que Granada o por qué no nos vemos más a menudo. Él asistía hablando de fútbol sin gustarle o comiendo caracoles distraído, con esa sonrisa perfecta que aprendió en su primer trabajo, ante un jefe con la caja torácica ancha y cuya voz se elevaba por encima siempre que un empleado planteaba un problema con el ceño fruncido o sin dar soluciones claras, diáfanas, aproblemáticas. Todo comenzaba  con un “Hola, señor P.” tímido y entrecortado donde ya se adivinaba el griterío.

-    ¿Para qué coño os pago? ¡Para enmendarme, sí, no para tocarme los cojones con fruslerías!

El ceño más fruncido.

-    ¡Significa mierda! ¡De costes y balances me ocupo yo, incompetente señor J. de…

Había doce empleados y nueve iniciales diferentes, todas primera letra de un
insulto penetrante.

    Así él, consabidas ya las ventajas de una voz firme y directa, repitió el saludo que ahora sí mereció la mirada atenta y curiosa de 10 personas que esperaban sentadas en una sala blanca e insulsa, sólo salvada por tres grandes ventanales que, en tardes mejores, la llenaban de luz y color y hasta de aire fresco. No se podía decir que se tratara de un hospital, aunque conservaba bastante bien ese blanco de las paredes que también recuerda a los túneles del metro que él estaba ayudando a construir para su ciudad, con trabajo a años vista; de planta rectangular, alargada, coherente con la disposición de sillas y pupitres en dos líneas de dos y separadas por un estrecho pasillo desde donde el profesor, en caso de que estuviera en una clase de colegio, podía ver paseándose qué alumno sacaba una chuleta o copiaba al de al lado. Una pizarra enorme presidía la estancia pero no había nada escrito. Para acceder a ella había que subir una tarima marrón y con bordes revestidos de chapa, donde se veía una mesa cuadrada, mayor de lo normal, con varios cajones cerrados con llave y una silla de cuero reclinable y con ruedas. A la izquierda de la pizarra, una estantería vacía y cuatro sillas rotas, abandonadas, enanas. A la derecha, una papelera también sin usar y las ventanas reparadoras, con el cristal sorprendentemente seco, impoluto y sin un atisbo de ralladuras. J. se sintió observado; nervioso, dio con unos ojos que pertenecían a un pelo negro y liso, recién lavado, al lado del cual un impulso le sentó en tres pasos.


-    Disculpa, esto es…  
-    Sí.
-    Y aquí que…
-    Ya veremos. El profesor aún no ha llegado.
-    Y cuándo…
-    ¡Hoy es el primer día del resto de nuestras vidas! Me llamo E., adoro la puntualidad y las flores.
-    Yo soy J.

Sonaba dulce y aun melosa. Las flores. ¿Quién piensa en las flores en una tarde
así? Arreciaba en la calle una gruesa lluvia, contínua y omnipresente que invitaba al inmovilismo y la escucha, la pura contemplación causada por una reverberación atávica donde homínidos asustados sufrían el insomnio físico por pura supervivencia, desde el interior de una cueva o en la copa de los árboles cubiertos con pieles, cuando el río sube y eleva a las pirañas.

    Sonrisa perfecta. Todavía no sabía por qué estaba allí y quizá la mujer, cortante sin advertirlo, le había lanzado una indirecta por su retraso. Había llegado tarde, pero ¿a dónde? ¿a qué exactamente? Añoraba la seguridad de su trabajo.

    Los demás también hacían por conocerse. Se oían ciudades como Barcelona, Murcia, Huétor o Sevilla; nombres (S., M., otro M.) y explicaciones al clásico quién somos, de dónde venimos y a dónde vamos, materializadas en vidas concretas. Sus conversaciones eran más fluidas, según se advertía en el interés de los oyentes y la vehemencia de los hablantes, que, como expertos músicos con los timbres, discriminaban sus voces de las del resto de parejas para entenderse. “Tú no das la nota, J., y es mejor, así no te puede salir mal”, una frase que le venía como anillo al dedo y que, lo quisiera o no, ejercía de un modo natural.

    Pelo negro había sacado un libro. De reojo vio el título pero fue incapaz de imaginar el contenido: Elogio de lo insípido. “Joder”, pensó, “seguro que come apio y zanahorias a mordiscos, ¡pues no es tan delgada!”. En efecto, la chica era una curva anfructuosa con innumerables pliegues cárnicos y un trasero sobrante de todas las sillas de este mundo. Definitivamente, había elegido un mal sitio para sentarse. Como parecía que esperaban a un profesor, y la silla de éste era más cómoda y solitaria, ¿por qué no utilizarla? De todos modos, no tenía con quién hablar. Se encaminó pues a pegarse en el cuero y en un respaldar adecuado para la lluvia, y tras 20 segundos en los que ya empezaba a desconectar, de repente, se hizo el silencio en la clase y todas las miradas se dirigieron a él. Sorprendido, soltó un fuerte “¡Hola!” por tranquilizarse.

-    ¡Ah, es el profesor! ¡Qué artimaña la suya!
-    ¿Eh? – como despertando de un sueño.
-    ¡Anda! Si es el que llegó antes. ¿y las carpetas? ¿los bolis?
-    Disculpen, se confunden…
-    Ya podría dar ejemplo, pasan 20 minutos de la hora – dijo la morena cortante crudívora rellenita…
-    ¡Ya sé! – decía una mujer mayor con pinta de maestra de colegio. Son las formas de enseñar que hay ahora. Pedagogía moderna, que la llaman. Ha venido disimulado, haciéndose pasar por un alumno, para conocer mejor al grupo y adecuar las clases a las características concretas de cada cual. Estilos de aprendizaje, ¿eh?
-    Yo no sé –balbuceaba  J. entre aquellos desconocidos.
-    Enseñanza para adultos, señora- decía un postadolescente. Si cada uno tenemos una personalidad. ¿por qué vamos a aprender de la misma manera?
-    O a comer de la misma manera – añadió E.

Ahora todos hablaban confusamente y al mismo tiempo. Un tipo muy serio, que
parecía un mecánico a juzgar por el tamaño de sus manos y la suciedad de su cara, le hablaba sin mucho afán, y parecía darle unas explicaciones acerca de su tiempo que es sagrado y chapuces que tenía que hacer y a ver si esto empieza ya. Los otros hablaban de didáctica y de cómo aprendían cada uno menos pelo negro, que, guardado ya su libro, le miraba exigente y picarona y como dueña de una cuerda invisible anudada a su cuello, de cuyo extremo podría tirar apretando de ahora en adelante.

Sonrisa perfecta:

-    Vosotros estáis confundidos, no soy el profesor, es que esta silla es más cómoda y mientras esperaba que empezara… lo que sea esto… bueno, que yo soy aparejador ahora en el metro de Granada…
-    O sea, que de pedagogía, nada –decía la señora maestra indignada
-    No le hable, señora –apuntilló E. Ese vosotros a usted y a mí, a todas las mujeres y hombres transexuales, no nos incluye.
-    Ya estamos, todo eso de la igualdad y la discriminación. ¡A las mujeres se os compensa invitándoos a copas!

Y todos los hombres, menos J, rieron el comentario del mecánico, ahora
integrado. Las mujeres, unidas, murmuraban frases a la altura (“todos los hombres son iguales”) y una amenazó con irse y quejarse a dirección, dato que obligó al mecánico a pedir disculpas rápidamente. Era sólo una broma.

-    Bueno, si no eres el profesor, ¿dónde está? ¿por qué no te sales de ahí?
-    Egocentrismo, ¡es como el deleite del asesino que devora un trozo de carne!
-    Pero, ¿qué hacéis todos aquí?
-    ¡Lo que tú!
-    ¿Es una especie de terapia? ¿Estáis enfermos?
-    Y dale con el os –E.
-    Joder, yo… tengo un buen trabajo y la mente sana, no sé qué hago aquí ni por qué no me he puesto en casa un réquiem por la primavera. Yo no soy profesor de nada, soy aparejador…
-    ¡Ahora en el metro de Granada! -gritaron todos.

Tras esto, J. salió corriendo de aquel lugar. Quería refugiarse pero se encontró a
sí mismo tres calles más abajo empapado y bebiendo el agua caída del cielo. Amplio, gris, horizontal.

    En la clase, una mujer alta y delgada, de aspecto amable y sonriente pedía disculpas por el retraso. La lluvia, el tráfico, ¿por qué todo el mundo coge el coche cuando llueve?

-    Bienvenidos y bienvenidas al curso para desempleados y desempleadas que el Servicio Andaluz de Empleo pone a disposición de los parados y paradas. Me llamo T. y –abriendo un maletín- según la lista somos 10 estudiantes en clase, ¿conoce alguien al o a la que falta? ¿No?