A MODO DE INVENCIÓN. PRESENTACIÓN

Aquí comienza una aventura fascinante: la aventura del saber. Ese saber que no necesita justificación ni finalidad, y que proporciona, para lo que lo saborean, un inmenso placer. Un saber que es un modo de vida, y que es más importante que los conocimientos que aporta. "Corazón tiene el que mira el abismo, pero con orgullo", decía Nietzsche. Así que... ¡Atrévete a saber!


miércoles, 1 de septiembre de 2010

La confusión

J., algo tímido, sumido en una vorágine de páginas, sucesos e inconvenientes laborales, donde los jefes son sólo voces por teléfono y un número nunca memorizado de nueve cifras, y donde los subordinados están siempre diez grados centígrados por encima del resto (el hierro permanece caliente mucho más tiempo que la madera), finalmente entró en la clase maldiciendo la lluvia en sus zapatos.

-    Hola.

Y fue tan imperceptible que apenas se oyó a sí mismo. “Joder”, pensó, “así no
dan ganas de responder a nadie”. Igual le ocurre cuando su mujer organiza reuniones nocturnas (cada vez menos, cada vez más vespertinas) con más mujeres que hombres hablando alto y despreocupadamente de temas irresolubles: que si Córdoba más bonita que Granada o por qué no nos vemos más a menudo. Él asistía hablando de fútbol sin gustarle o comiendo caracoles distraído, con esa sonrisa perfecta que aprendió en su primer trabajo, ante un jefe con la caja torácica ancha y cuya voz se elevaba por encima siempre que un empleado planteaba un problema con el ceño fruncido o sin dar soluciones claras, diáfanas, aproblemáticas. Todo comenzaba  con un “Hola, señor P.” tímido y entrecortado donde ya se adivinaba el griterío.

-    ¿Para qué coño os pago? ¡Para enmendarme, sí, no para tocarme los cojones con fruslerías!

El ceño más fruncido.

-    ¡Significa mierda! ¡De costes y balances me ocupo yo, incompetente señor J. de…

Había doce empleados y nueve iniciales diferentes, todas primera letra de un
insulto penetrante.

    Así él, consabidas ya las ventajas de una voz firme y directa, repitió el saludo que ahora sí mereció la mirada atenta y curiosa de 10 personas que esperaban sentadas en una sala blanca e insulsa, sólo salvada por tres grandes ventanales que, en tardes mejores, la llenaban de luz y color y hasta de aire fresco. No se podía decir que se tratara de un hospital, aunque conservaba bastante bien ese blanco de las paredes que también recuerda a los túneles del metro que él estaba ayudando a construir para su ciudad, con trabajo a años vista; de planta rectangular, alargada, coherente con la disposición de sillas y pupitres en dos líneas de dos y separadas por un estrecho pasillo desde donde el profesor, en caso de que estuviera en una clase de colegio, podía ver paseándose qué alumno sacaba una chuleta o copiaba al de al lado. Una pizarra enorme presidía la estancia pero no había nada escrito. Para acceder a ella había que subir una tarima marrón y con bordes revestidos de chapa, donde se veía una mesa cuadrada, mayor de lo normal, con varios cajones cerrados con llave y una silla de cuero reclinable y con ruedas. A la izquierda de la pizarra, una estantería vacía y cuatro sillas rotas, abandonadas, enanas. A la derecha, una papelera también sin usar y las ventanas reparadoras, con el cristal sorprendentemente seco, impoluto y sin un atisbo de ralladuras. J. se sintió observado; nervioso, dio con unos ojos que pertenecían a un pelo negro y liso, recién lavado, al lado del cual un impulso le sentó en tres pasos.


-    Disculpa, esto es…  
-    Sí.
-    Y aquí que…
-    Ya veremos. El profesor aún no ha llegado.
-    Y cuándo…
-    ¡Hoy es el primer día del resto de nuestras vidas! Me llamo E., adoro la puntualidad y las flores.
-    Yo soy J.

Sonaba dulce y aun melosa. Las flores. ¿Quién piensa en las flores en una tarde
así? Arreciaba en la calle una gruesa lluvia, contínua y omnipresente que invitaba al inmovilismo y la escucha, la pura contemplación causada por una reverberación atávica donde homínidos asustados sufrían el insomnio físico por pura supervivencia, desde el interior de una cueva o en la copa de los árboles cubiertos con pieles, cuando el río sube y eleva a las pirañas.

    Sonrisa perfecta. Todavía no sabía por qué estaba allí y quizá la mujer, cortante sin advertirlo, le había lanzado una indirecta por su retraso. Había llegado tarde, pero ¿a dónde? ¿a qué exactamente? Añoraba la seguridad de su trabajo.

    Los demás también hacían por conocerse. Se oían ciudades como Barcelona, Murcia, Huétor o Sevilla; nombres (S., M., otro M.) y explicaciones al clásico quién somos, de dónde venimos y a dónde vamos, materializadas en vidas concretas. Sus conversaciones eran más fluidas, según se advertía en el interés de los oyentes y la vehemencia de los hablantes, que, como expertos músicos con los timbres, discriminaban sus voces de las del resto de parejas para entenderse. “Tú no das la nota, J., y es mejor, así no te puede salir mal”, una frase que le venía como anillo al dedo y que, lo quisiera o no, ejercía de un modo natural.

    Pelo negro había sacado un libro. De reojo vio el título pero fue incapaz de imaginar el contenido: Elogio de lo insípido. “Joder”, pensó, “seguro que come apio y zanahorias a mordiscos, ¡pues no es tan delgada!”. En efecto, la chica era una curva anfructuosa con innumerables pliegues cárnicos y un trasero sobrante de todas las sillas de este mundo. Definitivamente, había elegido un mal sitio para sentarse. Como parecía que esperaban a un profesor, y la silla de éste era más cómoda y solitaria, ¿por qué no utilizarla? De todos modos, no tenía con quién hablar. Se encaminó pues a pegarse en el cuero y en un respaldar adecuado para la lluvia, y tras 20 segundos en los que ya empezaba a desconectar, de repente, se hizo el silencio en la clase y todas las miradas se dirigieron a él. Sorprendido, soltó un fuerte “¡Hola!” por tranquilizarse.

-    ¡Ah, es el profesor! ¡Qué artimaña la suya!
-    ¿Eh? – como despertando de un sueño.
-    ¡Anda! Si es el que llegó antes. ¿y las carpetas? ¿los bolis?
-    Disculpen, se confunden…
-    Ya podría dar ejemplo, pasan 20 minutos de la hora – dijo la morena cortante crudívora rellenita…
-    ¡Ya sé! – decía una mujer mayor con pinta de maestra de colegio. Son las formas de enseñar que hay ahora. Pedagogía moderna, que la llaman. Ha venido disimulado, haciéndose pasar por un alumno, para conocer mejor al grupo y adecuar las clases a las características concretas de cada cual. Estilos de aprendizaje, ¿eh?
-    Yo no sé –balbuceaba  J. entre aquellos desconocidos.
-    Enseñanza para adultos, señora- decía un postadolescente. Si cada uno tenemos una personalidad. ¿por qué vamos a aprender de la misma manera?
-    O a comer de la misma manera – añadió E.

Ahora todos hablaban confusamente y al mismo tiempo. Un tipo muy serio, que
parecía un mecánico a juzgar por el tamaño de sus manos y la suciedad de su cara, le hablaba sin mucho afán, y parecía darle unas explicaciones acerca de su tiempo que es sagrado y chapuces que tenía que hacer y a ver si esto empieza ya. Los otros hablaban de didáctica y de cómo aprendían cada uno menos pelo negro, que, guardado ya su libro, le miraba exigente y picarona y como dueña de una cuerda invisible anudada a su cuello, de cuyo extremo podría tirar apretando de ahora en adelante.

Sonrisa perfecta:

-    Vosotros estáis confundidos, no soy el profesor, es que esta silla es más cómoda y mientras esperaba que empezara… lo que sea esto… bueno, que yo soy aparejador ahora en el metro de Granada…
-    O sea, que de pedagogía, nada –decía la señora maestra indignada
-    No le hable, señora –apuntilló E. Ese vosotros a usted y a mí, a todas las mujeres y hombres transexuales, no nos incluye.
-    Ya estamos, todo eso de la igualdad y la discriminación. ¡A las mujeres se os compensa invitándoos a copas!

Y todos los hombres, menos J, rieron el comentario del mecánico, ahora
integrado. Las mujeres, unidas, murmuraban frases a la altura (“todos los hombres son iguales”) y una amenazó con irse y quejarse a dirección, dato que obligó al mecánico a pedir disculpas rápidamente. Era sólo una broma.

-    Bueno, si no eres el profesor, ¿dónde está? ¿por qué no te sales de ahí?
-    Egocentrismo, ¡es como el deleite del asesino que devora un trozo de carne!
-    Pero, ¿qué hacéis todos aquí?
-    ¡Lo que tú!
-    ¿Es una especie de terapia? ¿Estáis enfermos?
-    Y dale con el os –E.
-    Joder, yo… tengo un buen trabajo y la mente sana, no sé qué hago aquí ni por qué no me he puesto en casa un réquiem por la primavera. Yo no soy profesor de nada, soy aparejador…
-    ¡Ahora en el metro de Granada! -gritaron todos.

Tras esto, J. salió corriendo de aquel lugar. Quería refugiarse pero se encontró a
sí mismo tres calles más abajo empapado y bebiendo el agua caída del cielo. Amplio, gris, horizontal.

    En la clase, una mujer alta y delgada, de aspecto amable y sonriente pedía disculpas por el retraso. La lluvia, el tráfico, ¿por qué todo el mundo coge el coche cuando llueve?

-    Bienvenidos y bienvenidas al curso para desempleados y desempleadas que el Servicio Andaluz de Empleo pone a disposición de los parados y paradas. Me llamo T. y –abriendo un maletín- según la lista somos 10 estudiantes en clase, ¿conoce alguien al o a la que falta? ¿No?

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