A MODO DE INVENCIÓN. PRESENTACIÓN

Aquí comienza una aventura fascinante: la aventura del saber. Ese saber que no necesita justificación ni finalidad, y que proporciona, para lo que lo saborean, un inmenso placer. Un saber que es un modo de vida, y que es más importante que los conocimientos que aporta. "Corazón tiene el que mira el abismo, pero con orgullo", decía Nietzsche. Así que... ¡Atrévete a saber!


viernes, 20 de enero de 2012

Guión

Lo primero que siente el señor Francis, cara de lija, hombros caídos, algo rechoncho, con ojos de haber sido viejo desde joven, es terror al ver la nota sobre la mesa.

“Cariño, he ido al cine en el coche”

No se trata de que Marta coja el coche sin tener carné o haga demasiado frío para salir a ver una película. El miedo acompañado de un leve temblor como el del señor Francis no es carne de razón, no se adquiere a voluntad, ni pueden tamizarlo las palabras. Existe un miedo asumible que ya antes se ha experimentado: a los aviones, a nadar, a un botellazo en la cabeza. Hay miedos que son tema común hasta el punto de formar parte de la especie humana, y ni siquiera hace falta vivirlos: la muerte filial, el rechazo del grupo. Otros, como el hambre, son del reino animal. Miedos reales y mentales, vencedores y vencidos, todos son reconocibles. Pero ahora, el señor Francis siente un terror atávico no descifrable, como de reino vegetal. El horror de una manzana que se sabe devorada en la flor de la vida.

Marta ha bajado la basura.
Para Francis solo hay preparadas las mismas sobras de ayer en la nevera.

Y gira sobre sí mismo e inspecciona la casa en busca de una de esas bromas de hace tantos años. Piensa que la bañera es el lugar idóneo para reprender a Marta y luego consolarla entre vapores y desnudos, pero en el baño solo encuentra la presencia de una toalla caída al suelo. Tal vez en el estudio, donde por lógica el señor Francis menos sospecharía, ya que le tiene dicho a su mujer que él mismo ordena el papeleo del taller mecánico donde trabaja. Allí, encuentra el rastro de su mujer en forma de un libro de tamaño mediano, Ventajas de viajar en tren, de un tal Antonio Orejudo, con una ramita de lavanda haciendo de marcador de páginas, y mal colocado sobre uno de los brazos de la mecedora, a punto de caerse. En el salón hay una caja vacía de un disco de Wim Mertens (¿quién carajo?) que tiene pequeños restos de café y la oronda, inequívoca, lunar marca del culo de un vaso de licor dejado encima. El señor Francis presiona play en el equipo. Escucha diez segundos. Treinta. Un minuto. Un escalofrío le recorre la espalda. Un sudor frío le va congelando la sangre y aunque trata de acelerar el paso, sus piernas flaquean y sus pies de hierro fundido pesan como el plomo.

Ahora anda hacia el dormitorio un cuerpo rígido de brazos duros como yucas. Parece que ha encogido.

Rodea el tresillo y al ir cruzando el corredor advierte la presencia de luz tras la puerta cerrada de su habitación, la de ellos. Marta, el coche, las once y pico, todo vuelve a ser una broma un segundo, todavía no se han relajado las facciones del señor Francis cuando abre la puerta y le reciben unas braguitas dejadas en el suelo y un secador posado en la cama, deshecha y vacía como piel de serpiente.

El señor Francis se oye respirar a sí mismo. Oye sus latidos como una imposición; incapaz de interpretar el terror, un cálculo prerracional le hace acurrucarse en la cama entre colchas y almohadones. Ahora recuerda su destino. Todavía están tensos sus músculos y permanece vigilante porque tiene que asimilar lo inevitable, el dolor vegetal de haber  nacido cultivado con el fin de ser engullido en lo mejor de la divina madurez.

Cansado del trabajo, poco exigente con la vida, olvidadizo, desmemoriado, chapucero, teleherido y cenaoscuras, el señor Francis asumió la llegada de su esposa como un limón su exprimidora.