Había pasado varios años (siempre demasiados) de andar sucumbiendo a razones prácticas para hacer las cosas. El trabajo, soportando a jefes futuros golfistas (los más), y lectores de poetas sensatos y conformes con todo verso endecasílabo (los menos). La edad adulta, cuando una vaga memoria del compromiso le hacía acordarse de sus amigos y exnovios y horarios, de su buena suerte. Había cotejado las causas y los azares, las contras y las derivas. Redujo la piel a pigmentos, el barco a timón, a montura el caballo. La vida, esa emoción teórica como una razón práctica.
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