Vibrando empieza siempre el alma insuflada de flamenco, y un suspiro es su respuesta ante el envite del aire en sus pulmones. Dicen que el cantaor suspira en dos veces: toma impulso, aliento de vida, llenándose primero; y se vacía después con una estrofa rotunda y sentenciosa, llena de melancolía y celebrante:
De azúcar y nata
fueron tus besos.
No lo esperaba.
fueron tus besos.
No lo esperaba.
Después, como en todo suspiro, el alivio.
Siempre me he preguntado qué siente un extranjero, o alguien ajeno al flamenco, qué ocurre en su conciencia, cuando topa por primera vez en su vida adulta con esta música (y digo topa como ante un muro porque no hay duda de que el flamenco no deja indiferente, se arroja ente los ojos), ¿será algo exótico, con olor a desierto? ¿un ritmo irrenunciable como el rock and roll? Debe ser algo formidable esa sensación para mí desconocida, para muchos, inolvidable.
Como una prolongación de la vida, o una expresión de ésta, flamenco aúna sin contradicción lo alegre y lo triste, la quietud y el frenesí, lo amargo del recuerdo y lo sabroso del olvido y al contrario, en un espacio donde nadie teme expresar lo que siente, el pathos de la existencia, lo justo de la venganza. ¿Quién no pasa del llanto a la euforia, de la euforia al llanto, en muchos momentos de su vida? ¿quién no viene y va del caño al coro? Nadie. Igual disfrutamos una Debla y después una Alegría. Con ellas, regamos las raíces de un mismo árbol, la vida.
Por eso el flamenco, declarado o no, para nosotros, es matrimonio.